miércoles, 4 de enero de 2017

Eva, un cuento de Silvia Iparraguirre


Puedo contar de Eva Gómez porque fui parte de su inexplicable historia, contar la transformación que perseguí y que ella resistió cuanto pudo. Ahora soy definitivamente Eva en esta pieza de pensión. Hubo, cómo no haberlos, oscuros laberintos de la memoria en los que nos cruzábamos, encontrándonos y desencontrándonos, y a los que yo necesito volver por última vez esta noche, consciente de la inutilidad de las palabras. Recordar no es de Eva; es una hilacha de alguien que fui y que tal vez, en este instante, en otro cuarto, inicie un gesto secreto que me pertenecía. Pero los puentes ya están cortados para siempre entre nosotras. Desde hoy seré la lengua ardiente y el corazón desbocado de la puta, las maneras obscenas o melancólicas que envidié y conseguí como una nueva piel. Ahora puedo ya nombrarme por su otro nombre, Alejandra, que desde anoche es mío. El nombre de fantasía que ella, candorosamente, eligió para las dos.

  La línea del horizonte ha virado del pardo al violeta. Unas gaviotas vuelan río adentro como al encuentro de la luz. Son las seis de la mañana y Eva nebulosamente piensa que las dos últimas ginebras con Coca-Cola la pusieron alegre. Camina descalza sobre el parapeto del río. Un cliente aburrido le sostiene la mano que ella mueve exageradamente en el intento de parecer una equilibrista en peligro. Sus carcajadas hacen girar la cabeza de dos pescadores, unos metros más allá. El hombre le ha soltado la mano y mira el reloj.

  Aunque al rumano del Arizona le gusta repetir que es una hermosa potranca, Eva no es hermosa. Es una muchacha alta e incierta, más bien vulgar con nada que llame especialmente la atención salvo los ojos, oscuros y desapacibles, como agrandados por la ansiedad. Una ansiedad tan intensa que no puede atribuirse sólo a los ojos y se culpa al cuerpo, que se pone así en evidencia con la brutalidad de un golpe.

  —¡Quiero viajar! —grita desde arriba, pero el grito se ahoga bajo el ruido atronador que llena el espacio. El hombre, cara al cielo, sigue el avión que acaba de despegar de Aeroparque—. ¡Quiero viajar por todo el mundo!

  Su voz es chillona. Uno de los pescadores, descontando el consenso del hombre, la chista.

  —Por qué no te vas a gritar a otro lado.

  —Oiga… —dice ella (no hay nada que estimule más a Eva que una pelea callejera)—. Oiga, ¿qué dijo?
A punto de caer recupera el equilibrio y salta a la vereda. Se calza las sandalias. De golpe se ríe, burlona, mirando a los hombres. Tiene puesto un vestido ceñido al cuerpo de un estampado violento con un gran escote. El pelo oscuro, recogido sobre la nuca, se ha despeinado y algunos mechones sueltos caen sobre la espalda.

  —Vamos —dice el cliente, sujetándola por el brazo.

  Ella apoya las manos sobre las caderas y como a desgano se da vuelta. Acentuando el paso provocativo, avanza hasta el auto y sube. Dejan atrás el río y se internan en la ciudad. El hombre bosteza. Eva baja la visera y se arregla el pelo en el espejo. El cliente dice que pasará a buscarla por el Arizona el otro jueves, pero Eva no lo escucha. Se ha puesto súbitamente seria y sólo ve sus ojos acosados en el pequeño espejo, como si fueran otros. La inminencia de lo que va a pasar le produce una conocida sensación de pánico. El auto dobla por Solís. Eva baja casi antes de que se detenga y, sin mirar atrás, entra a la pensión, corre por la escalera, y cierra con fuerza la puerta de la pieza. Con gestos mecánicos se quita el vestido y la pintura de la cara. El espejo le devuelve la cama en desorden y la luz rosada de la pantalla que ha quedado encendida toda la noche. Sin mirar, toma de una silla una pollera y una blusa y se las pone. Se acerca a la puerta del balcón y, corriendo la cortina, espía. Sólo alcanza a ver el perfil, parte del pelo, el codo sobre la mesa. En ese momento, la mujer vuelve la cara hacia el balcón, como si ella misma se mirara desde abajo. Mandada por algo que no puede comprender, Eva sale del cuarto y baja despacio. A través de la calle desierta ve a la extraña que la espera en el bar sucio y minúsculo de enfrente. La mujer tiene su misma cara, su mismo pelo y hasta sus mismos ojos pero opacos, como atravesados por una ráfaga de obstinación. Se reconoce en ese ser pálido. Pero quién era, qué era eso. Y, sobretodo, ¿qué quería de ella? Ansiosamente, Eva busca diferencias en el peinado, en la ropa, en la actitud; pero por sobre las diferencias superficiales salta la completa identidad de sus caras, de sus cuerpos; la imposibilidad de un equívoco, de un disfraz. La otra ya no se preocupa por mirarla. Las dos sabemos que es suficiente con la primera señal, con ese puro estar ahí, esperando. Como otras veces, Eva deseará que algo ocurra, que algo le demuestre que la mujer no es real (que yo no soy real), que la gente no la ve. Yo lo sé y accedo con un leve asentimiento de cabeza: saco un cigarrillo del paquete y le pido fuego al mozo. Eva ve cómo el mozo se inclina sobre mí. Una o dos semanas atrás, en otro bar, Eva se había animado a acercarse más; mesa de por medio, como ante un espejo, había contabilizado con avidez sus dedos, su pelo oscuro, su lunar casi imperceptible bajo la ceja derecha. La extraña se dejaba mirar, como si ese rito fuera a la vez que necesario, inevitable. La atraen, más que nada, las manos que juegan con el cigarrillo. Manos pálidas, exangües, piensa y no sabe lo que esa palabra significa. No es suya, es una palabra de esa mujer que la invade. Como otras veces, su realidad empieza a ceder ante la fuerza de la extraña. Y esto es lo que definitivamente la aterra: la capacidad de la otra para tomar un lugar en sus pensamientos, como una larva sigilosa que lograra invadir su cuerpo y su mente. La mujer ahora ha dejado el bar y camina por Alsina hacia el sur. Eva la sigue. Ya no es capaz de impedir esto que está sucediendo. Mira la escasa gente con la que se cruzan, asombrada de que en la calle nadie se dé cuenta del extraordinario fenómeno: esa mujer, que camina por la vereda de enfrente unos metros más adelante, es ella misma.

  Una costumbre de la mujer pálida es recordar, algo que Eva detesta o ignora clavada como está en el presente puro. Como el de una gemela insoportable, el pensamiento de la otra la arrastra a su infancia raquítica en un pueblo miserable, a las manos largas de su hermano en la oscuridad de la única pieza, a la huida a la ciudad para hacer cualquier cosa. Pero por finas grietas la invadían imágenes fugaces de otra infancia (la mía) esta vez confortable, con muñecas de vestidos antiguos, manos vigiladas, libros en francés. Para defenderse, Eva mira con descaro a un hombre que va a cruzarse con ella. El hombre le dice unas palabras apuradas; ella va a contestar algo directo, obsceno, que funcione inmediatamente pero, por alguna razón, no puede hacerlo. La mujer había doblado por Tacuarí y después por México. A mitad de una cuadra, entró en un edificio antiguo, de enormes puertas labradas. En una placa, Eva leyó Biblioteca Nacional. La extraña la arrastraba tras de sí. Sin entender lo que hacía, logró pasar los requisitos y se encontró en el lugar más grande que hubiera visto en su vida. La mujer se había sentado, lejos, en el extremo de una de las enormes mesas oscuras; en el otro extremo, bajo la luz, Eva vio un libro abierto y supo que la otra lo había retirado para ella. El papel brillante contaba la historia de la XVIII Dinastía y de la Reina Solar cuya belleza iluminaba los subterráneos de una mastaba. Descifró arduamente palabras desconocidas, y una suerte de hechizo la atrapó mientras pasaba las páginas, una a una, con cautela de principiante. No supo cuánto tiempo más tarde levantó la cabeza: sobre la madera oscura, sus manos se veían exangües. En el otro extremo de la mesa, la mujer le sonreía con una especie de perversidad. Ya no estaba pálida; le brillaban los ojos y tenía los labios pintados color sangre.

  Ahora es de noche. De pie frente al espejo del ropero, Eva se pinta los ojos con furor, recordando a la egipcia del libro. Se mira y sin saber por qué recuerda con lástima su cara y su nombre de antes, el que tenía cuando llegó a Constitución en un vagón de tercera. «Eva Gómez no va», había dicho el rumano del Arizona cuando la presentaron, «tenés que buscarte otro, más vistoso». Lo dijo después de mirarla de arriba a abajo y hacerle dar unas vueltas por la pista. No le pudo haber pasado nada mejor: se olvidaría para siempre de Eva Gómez. Esa tarde, la tarde del rumano y del Arizona, ya instalada en la pensión de San Cristóbal, mientras ensayaba poses delante del espejo o miraba fotos de artistas en revistas viejas, pensó que un nombre es algo más que una palabra. Ninguno de los que se le ocurrían le gustaba. Poco después, lo encontró. Figuraba en un libro que alguno de los pensionistas se había olvidado en el baño. Decidió que ése iba a ser su nombre: Alejandra Dumas. De eso hacía años, y, a partir de entonces, el rumano se había mostrado siempre conforme. Los hombres preguntaban por ella, por Alejandra, antes que por las otras. No había nada que hiciera más feliz a Eva que la mirada hambrienta de los hombres. Y supo, por instinto, que lo que la mujer anhelaba era lo que los hombres, de otro modo, querían: su cuerpo. No sabía cómo ni por qué pero la otra deseaba ser ella, vivir en el presente continuo de su cuerpo. Se miró larga, detenidamente en el espejo. Iba a vestirse de ella misma. Descolgó el vestido rojo, el de las ocasiones especiales, cuando quería impresionar a algún cliente marcado por el rumano. Con el ritual de la ropa desaparecieron las imágenes incomprensibles, los enfermizos motivos de la extraña, que ahora caían a sus pies junto al vestido viejo. Se llenó de pulseras, apoyó la larga pierna en la silla y enroscó la tira de la sandalia, de taco muy alto, alrededor del tobillo. Cuando entró en el Arizona, el miedo había desaparecido.

  La música, el ruido y las risas la sacudieron como una saludable cachetada. Un buen golpe que la puso en funcionamiento ni bien dejó atrás la cortina de cuentas de vidrio. El Arizona se abría ante ella como el hogar, y lo primero que miró, por cábala, fue el pez espada. Caminó entre las mesas hacia la barra en medio de una luz de acuario que cambiaba del naranja al lila. Un marinero borracho se arrodilló a su paso, entre las mesas. Eva lo empujó apoyándole la punta de los dedos sobre la frente. Entre silbidos y carcajadas, siguió su camino sin mirar a nadie.

  Se sentó en uno de los taburetes altos y le pidió al rumano lo de siempre; por un segundo percibió en los ojos de ese hombre, que se parecía a un buitre, un relámpago de sorpresa o de admiración.

  Tal vez para coincidir con la clientela, el Arizona, pese a su nombre, ostentaba en las paredes motivos marinos. Todo era barato y apócrifo menos el gran pez que colgaba disecado sobre el espejo, detrás de la barra. Eva bebió lentamente. Quería darse tiempo antes de elegir al primer imbécil de la noche para llevar a la pista y refregarse un poco contra él; además, le gustaba tomar algo fuerte antes de empezar. No mucho. El rumano no quería mujeres borrachas o escandalosas. Apócrifo: un segundo antes de notar que un hombre la buscaba, Eva alcanzó a preguntarse con asombro qué significaría esa palabra. Le sonrió y se acodó de espaldas a la barra, dedicándole el perfil de los pechos. Él le pasó una mano por la cintura: «¿Bailás?». «Termino esto y bailo», dijo Eva y bebió lentamente lo que quedaba en el vaso. Del otro lado de la pista, la risa chillona de una mujer y una oleada de gritos y de aplausos crecieron por encima de las parejas. «Vamos», dijo Eva. La luz de la pista cayó sobre su vestido y lo volvió fosforescente; ella se dejó llevar por la música haciendo chasquear los dedos y sacudiendo la cabeza con los ojos cerrados. Cuando los abrió, el estupor y el miedo le helaron el cuerpo. Su propia cara, terriblemente pintada, la enfocaba desde una de las mesas. Se hizo un brevísimo hueco en el que Eva creyó ver hasta su pequeño lunar bajo la ceja: nunca antes habían estado tan cerca. Sentada en medio de un grupo de hombres, la mujer sostenía por el pelo a un muchacho que, con torpeza, le acariciaba las caderas. «¿Qué busca acá?», pensó Eva. El vestido verde le subía hasta la mitad de los muslos, y su cara, como la de un ídolo maligno, sonreía con una sonrisa cínica. Eva le dio la espalda y miró de frente al hombre que la había sacado a bailar. Le tomó las manos, las puso sobre sus caderas y comenzó a moverse al compás de la música mientras le enlazaba los dedos por detrás de la nuca. Apoderarse de su lugar, de su mundo, de su cuerpo. Eso era lo que la otra buscaba. El hombre sonrió y ella se movió más, impidiendo que él mirara hacia la mesa. El hombre había cobrado de pronto una importancia decisiva: no lo iba a perder. Sería como renunciar a lo que ella era. Se le pegó al cuerpo, le buscó la boca y le metió la lengua entre los dientes. Él respondió, clavándole los dedos en la cintura. Las parejas los arrastraron alrededor de la pista y Eva volvió a ver, uno tras otro, los abalorios de la entrada, el gesto aburrido del rumano detrás de la caja, el pez espada y la cara de la mujer. Cuando la extraña se puso de pie y clavó los ojos, enormes, febriles, en su hombre en la pista, Eva intentó un último gesto, pero él la apartó. Las manos del hombre se extendieron y alcanzaron la cintura de la mujer de verde que acaba de decir «Me llamo Alejandra», y que ahora se abandona al abrazo sin quitar los ojos de los ojos de él, adherida a su cuerpo, dejando caer la cabeza hacia atrás como repentinamente drogada o borracha, hasta que al fin el hombre la aprieta brutalmente contra su cuerpo y ella ríe, un poco ahogada por el abrazo, mientras él le dice algo en el hueco del cuello y van perdiéndose entre las parejas hacia la puerta en arco con esa absurda cortina de cuentas que imita torpemente los abalorios hindúes de alguna boîte ficticia, en alguna película de cuarto orden, pienso, en medio de la pista. Y no puedo dejar de sentir lo patético que debe resultar ese lugar a la luz del día. Me asombro de no haberlo notado antes. En ese momento la música cambia y ahora son tangos, que la acompañan hacia la salida del Arizona, hacia la noche.

  Soñó con vísceras en desorden, hombres con cabeza de pájaro, un rey ahogado. Cuando despertó, tenía la boca seca y la piel caliente. Sentada en la cama, jadeaba. Una luz oblicua entraba desde la calle, quebrándose sobre la mesa. Recordó, como a través de un vidrio esmerilado, su solitario regreso del Arizona. ¿Qué había ido a hacer a ese lugar?, ¿o era parte del sueño? La ventana estaba entreabierta y el viento de la noche empujaba la cortina en una acompasada respiración. Una angustia súbita le cerró la garganta. De un golpe encendió la lámpara. A un metro de los pies de la cama, su propia cara, desencajada, la miró desde la luna del ropero. «No hay nadie más, soy yo», dijo en voz baja mirando con alivio el cuarto gemelo que la enfrentaba desde el espejo. Vio la mesa colmada de libros, reconoció los cuadernos de apuntes, el grueso lomo oscuro de la Arqueología del Oriente Medio. En el suelo, junto a la cama, el pequeño montón de tela roja. Se pasó la yema de los dedos por los párpados. Apagó la luz. Un eco remoto susurró «soy yo» y se deshizo como un resto de la pesadilla; «no hay nadie más», alcanzó a pensar antes de hundirse en el sueño.


Silvia Iparraguirre, Probables lluvias por la noche




Sylvia Iparraguirre : 

(Junín, Buenos Aires, 1947) Narradora, ensayista y filóloga argentina. Volcada desde su temprana juventud hacia el estudio de las disciplinas humanísticas y el cultivo de la creación literaria, cursó estudios superiores de letras.
Una vez licenciada, emprendió una brillante trayectoria profesional por el sendero de la docencia y la investigación filológica, que la condujo primero a la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde impartió clases en calidad de profesora de Letras Modernas, y, a partir de 1986, al Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la citada alma mater; asimismo, ha ejercido durante muchos años como investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con especial dedicación al estudio de la sociolingüística y al análisis y la difusión de la obra del pensador ruso Mijaíl Bajtín.
Casada en 1976 con el gran poeta y dramaturgo Abelardo Castillo, tanto por las relaciones de su esposo como por su propia vocación literaria se ha integrado plenamente en los principales foros y cenáculos culturales y artísticos de Buenos Aires, en los que ha dejado abundantes muestras de su lucidez crítica y su sensibilidad creativa, por medio de numerosas colaboraciones publicadas en algunas revistas de tanto prestigio como El Escarabajo de Oro (de la que Sylvia Iparraguirre llegó a ser directora) y Ornitorrinco (en cuya fundación intervino también activamente la humanista de Junín).
Algunos de sus mejores relatos, así como muchos escritos de crítica y análisis salidos de su pluma, han visto la luz entre las páginas de otros medios de comunicación de notable difusión entre los lectores australes, como los rotativos bonaerenses Clarín y Página/12, y las publicaciones culturales ETC (revista de literatura y semiótica), ContextoPuro Cuento y Tramas.
Asimismo, ha publicado textos de reflexión ensayística en la revista española Cuadernos Hispanoamericanos, y es conocida fuera de las fronteras argentinas no sólo por estos trabajos de pensamiento, erudición e investigación, sino también por algunas de sus brillantes narraciones breves, que han sido traducidas al inglés y al alemán, y recopiladas en las más relevantes muestras antológicas del cuento argentino contemporáneo, publicadas tanto en su país natal como en el extranjero.
Consciente del magisterio alcanzado en esa difícil modalidad genérica de la narrativa breve, Sylvia Iparraguirre ha reunido sus mejores relatos en dos interesantes recopilaciones: En el invierno de las ciudades (1988), obra galardonada con el Primer Premio Municipal de Literatura, en la que se puede leer una de sus piezas maestras, titulada "El dueño del fuego"; y Probables lluvias por la noche (1993).
A mediados de los noventa publicó su primera narración extensa, presentada bajo el título de El Parque (1996), que en opinión de los responsables de la sección cultural del rotativo La Nación es una novela "sólidamente escrita, con algunos momentos de lenguaje memorables". Posteriormente vio la luz La tierra del fuego(1998).

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