domingo, 10 de febrero de 2008

Griselda Gambaro, La fuerza del deseo

Cuando comenzaba la primavera, partía. Dejaba mujer e hijos y se alejaba a grandes distancias en busca de animales cuyas pieles vendería en el almacén del pueblo más cercano. Así se abastecían y lograban sobrevivir du­rante las nevadas del invierno, tan intensas que toda ac­tividad era imposible. Con los primeros fríos del otoño, emprendía el regreso.

Su mujer, que rengueaba de una pierna, lo veía partir con alivio. Era un hombre de carácter taciturno, vio­lento, de lengua fácil para la injuria y mano no menos dispuesta para el golpe. En su ausencia, ella volvía a sen­tirse joven y los niños perdían el aire tímido y asustadi­zo, se movían con libertad, hablando a borbotones de tan ansiosos luego de la prolongada quietud impuesta por el padre. Ella hasta caminaba más erguida, atempe­rado el dolor de su cadera. Seis días después de casados, la primera vez que, desprevenida, había contestado a una injuria, un empellón la había hecho caer con tan mala suerte sobre la piedra del hogar que le fracturó el hueso. Sin una palabra o gesto de disculpa, él la había llevado al pueblo para que la atendieran, pero cuando regresó sus piernas ya no eran iguales, una quedó más corta y con un torcimiento acentuado que al caminar le desnivelaba los hombros.

En ese amanecer, lo despidieron como correspon­día en la puerta de la cabaña. Él no la abrazó ni abrazó a los niños. Mientras montaba, ella se atrevió a acari­ciar la cabeza del mayor de sus hijos, cuidando de no rozar la mejilla tumefacta —la noche anterior él le había plantado los cinco dedos brutalmente ante una orden no obedecida con presteza— y se dijo que ya no podía aguantar más, que los niños le reclamaban amparo. Los días del invierno, con ese hombre ocioso en la ca­baña, eran días de penuria y castigo. Temían sus reac­ciones de las que no había modo de librarse. Si los ni­ños, dos varones y una niña, estaban inmóviles, él los castigaba por estarlo; si se movían, sin diferencia acae­cía lo mismo. Con ella sobraban pretextos porque eje­cutaba necesariamente acciones concretas, la comida, el pan mal horneado, el fuego demasiado ardiente o demasiado débil.

Ella, mientras acariciaba la cabeza de su hijo, ateso­ró el deseo de que él no volviera. Y no sintió culpa aun­que ese hombre pasaría en soledad largos meses y traba­jaría duramente. No la sintió porque ese hombre los quería invisibles, y aun invisibles, los golpearía.

Deseó que la injusticia de su alma lo condujera a una locura sembrada de enemigos, o que no soportara la intemperie, temiera el cielo, se alucinara con todo lo que le era odioso: visiones de sus hijos a los que ya no intimidaba, conversaciones amables, risas, felicidades que ya no podría prohibir.

Deseó que un animal lo despedazara en el monte o trepando la montaña un deslizamiento de piedras pro­vocara su fin en el fondo de un barranco.

Deseó que su irascibilidad lo perdiera y se trabara en lucha con un desconocido que sabría defenderse con un tajo irremediable.

Deseó, aun con mayor intensidad, que él, tocándose como acostumbraba la ancha cicatriz que le cruzaba el rostro, terminado el verano en el monte, decidiera par­tir con el acopio de pieles hacia una ciudad distante pródiga en seducciones, pródiga en mujeres que le tras­tornaran el camino del regreso.

Y si alguna vez quisiera volver, no habría huellas, memoria, emprendería indefectiblemente la ruta equi­vocada que lo llevaría a otras ciudades, a otras regiones, lejos, siempre más lejos.

Ella, al principio, en vano esperaría su retorno, cada día con menor temor y mayor esperanza, hasta que fi­nalmente alguien le traería noticias, muerte o extravío, y ella comenzaría a vivir. Se marcharía al pueblo donde la gente se le antojaba hospitalaria. Podría reír junto a los niños, salvados de vejaciones y de golpes. Y lo deseaba tanto que el corazón se le rompía. Pero sabía que era inútil desear, salvo que el deseo convocara fuerzas que no estaban a su alcance.



Él partió al amanecer montado en su caballo, sostenien­do las riendas de su recua de mulas con los bagajes y los víveres. Cruzó una extensión desértica y al quinto día pudo internarse en el monte atravesado de cuestas que ascendían hacia las montañas. Desmontó al anochecer, en un claro, preparó su campamento, comió y se acostó junto al fuego que siempre encendía bien apartado de los árboles. Durmió rendido. Cuando la luz lo despertó, había huellas en la maleza aplastada y un hoyo más pro­fundo marcaba el peso de un cuerpo que se hubiera asentado allí durante la noche. Se extrañó porque si por azar encontraba a otro cazador solitario, compartían fuego y comida, conversaban lacónica pero prolongada­mente, para compensar las largas horas de soledad que los esperaban, y luego, al amanecer, partían cada uno hacia rumbos distintos. Él, que era de carácter tan hura­ño, accedía a estos encuentros e incluso los disfrutaba porque el contacto circunstancial se producía, de cierta manera, entre iguales.

Inclinado sobre los rastros, los siguió reparando que una huella se hundía con más fuerza que la otra, como si provinieran de un andar desparejo, se hacían confusas en un tramo, visibles en otro; desaparecieron brusca­mente. Insistió un trecho más y abandonó en el punto donde el monte terminaba en declive. Abajo corría un río cargado y tumultuoso en un cauce muy estrecho, desbordado por las nieves que la primavera derretía. Le pareció entrever, en el aire quieto de la orilla opuesta, un movimiento acompañado de un silbido. Pero el sil­bido podía ser el de un pájaro. Se encogió de hombros y regresó al campamento. Durante todo el día tuvo la sen­sación de unos ojos extraños que lo observaban y de que el menor gesto suyo sufría un escrutinio constante. Sin embargo, bastaba que se detuviera, irguiéndose con los ojos clavados en la espesura, para dudar, como si pade­ciera una ilusión.

Las noches eran frías y se durmió junto al fuego que poco a poco se fue transformando en un rescoldo de brasas. Soñó que había llegado el otoño y que regresaba a su hogar, provisto de un botín espléndido que provo­caba el alborozo de su mujer y sus hijos. Lo abrazaban en un clima de fiesta. Con asombro se veía reír en su sueño. Sabía —también en su sueño— que jamás le había alzado la mano a su mujer ni a sus hijos. Sabía que no le temían. Una voz amorosa lo llamaba. Pero él no deseaba ese soñar ni ser el hombre que en el sueño aparecía.

Se despertó en medio de la noche porque el calor abrasaba, el viento había propagado el fuego hacia los árboles. Intentó apartar su caballo y las mulas que tiro­neaban enloquecidas de sus cabestros, pero las llamas lo cercaban. Providencialmente comenzó a llover muy fuerte y se apagó el fuego. Sólo quedaron pequeñas hu­maredas que despedían un olor acre. Levantó el campa­mento, arrojando una manta ya inservible, sacudió una cazuela calcinada. Amanecía y cuando cesó la lluvia apa­rejó los animales. Su caballo seguía asustado y lo golpeó con el puño para que se tranquilizara, y bajo los golpes el animal se encabritó, mirándolo del ojo izquierdo con una mirada vidriosa, pero se cansó antes que él, que cuando golpeaba era infatigable.

Montó, masticando una galleta dura, y reempren­dió su camino. Se detuvo en medio de una cuesta por­que sus oídos le habían traído sonidos de cascos, de maleza aplastada. Permaneció inmóvil, con el torso vuelto hacia atrás. Alguien lo seguía, y esta vez no du­dó. Sin embargo, no descubrió a nadie, y azuzó su ca­ballo y las mulas sintiendo una furia creciente ante ese sonido de maleza aplastada, el ruido más seco de cascos en las zonas rocosas.

Cazó una liebre y la asó al atardecer, aprovechando los últimos restos de luz. Cuando buscó su pequeña bol­sa de sal no la encontró. Y pensó cómo podía haberse caído desde el fondo de su alforja. Pero después lo adju­dicó a una negligencia de su mujer y se prometió hacér­sela pagar a su regreso.

Comió y reservó una parte para el día siguiente, que amaneció frío y soleado. Descubrió huellas de zorro y marchó en dirección opuesta al viento, sosteniendo su fusil preparado para disparar. Prefería las trampas que no lastimaban la piel, pero una impaciencia nerviosa lo dominaba. De un solo tiro, cobró una pieza de hermoso pelaje gris, y esto, a pesar de que no estaba intacta, le ali­geró el ánimo por primera vez en varios días. Despellejó el animal y del lado interno puso la piel a secar sobre es­tacas. Cuando concluyó, creyó oír unas risas, unos plá­cemes un poco burlones de voces ligeras, como de niñas o mujeres. Apuntó hacia el monte y disparó. En el es­truendo, voces y risas cesaron, y aunque sabía que lo ha­bía imaginado, se alegró de matar tan fácilmente aque­llo que imaginaba.

Subió al monte hacia la tarde, cuando ya había dis­puesto sus trampas, y desde la cima descubrió, visible en la distancia, a un cazador solitario que contorneaba la cuesta llevando a sus dos mulas del cabestro. Era un hombre viejo, de talla corta y robusta, que aún no lo ha­bía visto, caminaba con la cabeza baja atento a las difi­cultades del camino.

Él hizo bocina con las manos y gritó mientras des­cendía rápidamente la cuesta, sin explicarse su propia ansiedad de compañía. El viejo agitó el brazo y varió li­geramente el rumbo hacia su encuentro. Cuando estuvo cerca, se quitó el sombrero en un saludo y desnudó la frente blanca no tocada por el sol. Tenía el rostro arru­gado, la barba gris, las manos muy curtidas y todavía poderosas. Él encendió el fuego y lo invitó a compartir su comida. El viejo se sentó con las piernas cruzadas, co­mió agradecidamente y se quejó de que los animales se replegaran cada vez más en la espesura. Después rió. —Me parece que estoy viejo —dijo. Se escarbó los dientes con la uña y habló de su hijo que lo esperaba más al norte donde cazarían juntos. Y al mencionar a su hijo, sus ojos brillaron, vivaces. Se encontraban siempre, cada año, tanto para cazar como para disfrutar de la mutua compañía. En esta ocasión se había retrasado dos días porque una de sus mulas rengueaba y él no tenía ánimos para privarla del descanso. —Soy un hombre pacífico —dijo, y contó que una vez, en una riña en la que se ha­bía visto involucrado por azar, cuatro leñadores se ensañaron con él, y como prueba mostró la costura de una oreja arrancada. —Cuatro contra un viejo —comentó sin aparente acritud. Sonrió guiñando los ojos, su hijo nun­ca olvidaba un ultraje. Con el tiempo, sin que él lo re­clamara, había buscado a los leñadores, uno por uno, y les había hecho pagar caro el atropello. —La oreja —rió. Su hijo podía ser vengativo, duramente vengativo, su­brayó el viejo recordando con orgulloso placer.

Él bebió un sorbo de su café que, de pronto, le supo desagradable, arrojó el resto a la tierra y se incorporó de su posición en cuclillas. Mientras limpiaba los jarros y los platos de la comida, pensó que esos dos, tan unidos, podrían tramar una mala jugada en su contra, robarle las mulas o más tarde las pieles. Miró al viejo con des­confianza, tenía una expresión inocente pero él no creía en las inocencias. El viejo se durmió en medio de una frase, sentado, y dormido se deslizó sobre el flanco, el sombrero cubriéndole los ojos. A tientas, tendió la ma­no y se abrigó con su manta. Él echó otros leños a la hoguera y se acostó también; el fusil al alcance de la mano. A pesar de sus recelos se alegró oscuramente de la respiración ronca y regular que lo acompañaba. En su sueño liviano, escuchó que alguien lo llamaba, repe­tidas voces de mujeres y niños, que vivían una felicidad que él sintió claramente maligna. Se despertó y atendió los ruidos familiares de los animales nocturnos en el monte. Le pareció que el fuego se había desplazado de lugar. Percibió el crujido de ramas secas quebradas ba­jo unos pasos. El viejo dormía y se inclinó sobre él. —¿Oye? —preguntó. El viejo tardó en despertarse; se apo­yó en un codo, se sentó bostezando. Lo miró sin interés, echándose el sombrero hacia atrás, y escupió después un fuerte salivazo sobre el fuego. —Buena puntería —confir­mó. Él repitió su pregunta, escrutándole el rostro para desentrañar una intención aviesa. El viejo dijo animosa­mente: —Hay caza —y estiró su manta gris sobre el cuer­po. Se durmió en seguida. Él permaneció recostado en un árbol, el fusil entre los brazos. Bastaba que cerrara los ojos un segundo para oír de nuevo las voces, el crujido de la maleza aplastada. Revisó los matorrales, cercanos, controló su caballo atado con una larga soga a un tocón en el suelo, rozó el pelaje hirsuto de las mulas que des­cansaban tranquilamente. Pensó en su mujer durmien­do en paz en su cabaña y le hubiera gustado tenerla a mano para descargar su impotencia. Con rencor, se dijo que ella no lo amaba.

El viejo no se explicó su rostro hosco al amanecer, sus pocas frases cortantes. Rehusó el ofrecimiento mal­humorado de desayuno, tan malhumorado que resulta­ba ofensivo, y se despidió guiando a las mulas de las riendas. Él armó y colocó algunas trampas en el monte.

Cuando regresó, observó que sus provisiones habían disminuido. Su bolsa de galletas, desgarrada y vacía, col­gaba de un arbusto. La piel de zorro estaqueada a la sombra ya no estaba. Se llenó de furia y tomó su fusil. Alcanzó al viejo que caminaba muy lentamente. El vie­jo alzó los ojos con una mirada interrogativa y no tuvo tiempo de asustarse. Un tiro certero se le incrustó entre las cejas. Cayó hacia atrás y las mulas emprendieron un trote rápido, sobresaltadas por la detonación, y se detu­vieron más lejos, buscando pastos. Él corrió hacia ellas, febrilmente las despojó de sus aperos, arrojándolos a tie­rra, abrió un carcomido cuero de oveja y encontró sólo algunas ropas, unas mínimas provisiones. Sin darse cuenta de lo que hacía, volcó el agua de la cantimplora, mirando fijamente cómo la tierra la absorbía.

Regresó al campamento y se dejó caer sobre una pie­dra, apoyando el rostro en las rodillas. No supo cuánto tiempo estuvo así, inerte. Cuando se incorporó, marca­das en las cenizas del fuego apagado, había huellas de al­guien que rengueaba visiblemente, una huella profunda y otra casi imperceptible. Durante el resto del día se mantuvo alerta, limpió y aceitó su fusil. No volvió a oír el crujido de ramas quebradas y a la noche, vencido por el cansancio, se durmió apenas apoyó la cabeza sobre la manta. Hacia el amanecer, cuando ya su sueño era lige­ro, una risa lo despertó de golpe, el murmullo de una voz. Y lo que le resultaba insoportable no era tanto el sonido de la risa o la voz sino la maliciosa felicidad que trasuntaban.

Con manos temblorosas se tocó la barba crecida, salvo en la marca de la cicatriz que le atravesaba el rostro en diagonal.

Ese día descendió la cuesta hacia el río. Era un buen nadador y no temía los saltos entre las rocas. Pensó que el agua lo despejaría. Se zambulló con un estremeci­miento ante el primer contacto con el agua helada y na­dó hasta perder el aliento. Flotó luego sosteniéndose con una mano del tronco de un árbol seco que emergía entre las rocas para que no lo arrastrara la corriente. Oyó el rebuzno asustado de una de sus mulas. Con fuertes brazadas, nadó hacia la orilla. Salió del río y co­rrió desnudo, lastimándose los pies en las rocas y espi­nos de los matorrales. La mula se alejaba cuesta arriba, a buen paso como si alguien la aguijoneara o bien la obli­gara a avanzar tironeando del cabestro. La llamó inútil­mente, la mula volteó apenas la cabeza y aceleró el trote. Él recurrió a su caballo, montó en pelo y cuando ya es­taba cerca, un recodo la ocultó y no pudo encontrarla. Ni su vista le delató huellas ni su olfato le trajo el olor, como si la tierra se hubiera abierto y cerrado sobre ella. Había un extraño silencio, donde no oía los silbidos y cantos de los pájaros, ni tampoco el murmullo de las hojas agitadas por el viento ni el de la vida en el monte. A orillas del río desmontó y recogió sus ropas. Se vistió con movimientos fatigados y regresó al campamento. Sintió frío a pesar del sol.

Transcurrieron dos días sin otras novedades que la persistente sensación de que alguien lo acechaba. Al tercer día entrevió hacia el sur un jinete asomado en lo alto de una cuesta. Permanecía inmóvil, montado en un caballo, que como el suyo parecía ser de gran alzada y de pelaje ocre. Luego volvió grupas descendiendo por la ladera opuesta y desapareció de su vista. La distancia era excesiva para perseguirlo y por otra parte no estaba seguro de que fuera ese jinete quien lo acechara. Si hu­biera estado a tiro de fusil, no habría considerado sus propias dudas, pero no lo atraía emprender una perse­cución incierta. Se sentía desganado e inquieto, morti­ficado por una furia impotente. En el itinerario de las trampas no cobró piezas, aunque su instinto de cazador y su experiencia de otros años le decían que era una re­gión donde los animales abundaban. Sin embargo, al terminar el recorrido, estimó que la última de las tram­pas lo resarcía, y sonrió rencoroso acariciándose la cica­triz que le cruzaba el rostro en diagonal. Un perro sal­vaje gemía en ella, aprisionado de una pata. Al intentar liberarse se había ocasionado un corte profundo. Advir­tió su presencia y agitándose con desesperación, el pe­rro desgarró más su herida y sangró profusamente. No lo soltó ni tampoco quiso rematarlo. Lo dejó en la trampa, para que muriera de su herida o de hambre y sed. En algún momento, cuando regresara por el mis­mo camino, recogería la trampa que sólo guardaría un mínimo despojo.

Aparejó las mulas, cabalgó un trecho a través del monte, subió y bajó una cuesta y preparó el campamen­to en otro sitio. Colocó nuevas trampas. Amenazaba llu­via y armó su tienda, que raramente usaba. Cuando ter­minó de clavar las últimas estacas y cavó los canales por donde debía fluir el agua, se desencadenó la tormenta. Llovió un día entero y, obligado a permanecer en el espa­cio reducido de su tienda, oyó conversaciones en las que se mezclaban voces infantiles que ninguna orden hacía callar, y supo que esas conversaciones se desarrollaban al amparo de la lluvia en un lugar que era su cabaña. Apar­tó la lona que cubría la entrada de su tienda y salió a la lluvia. De pie, imprecó amenazante a los cuatro vientos, pero las voces no callaron. Apretó los puños como si es­trangulara a alguien, y sabía que estrangulaba a su mujer, que uno de sus niños gemía en una trampa y que nadie lo desafiaba. Y esto lo serenó, porque en un largo invier­no todos querrían hacerse invisibles bajo sus golpes, y ni aun así se librarían.

Cuando al día siguiente cesó de llover, mientras iba de una trampa a otra, todas sin presa pero con el resorte saltado, tropezó con la mula que había huido días atrás. Tenía el vientre tenso e hinchado, a medias devorado por las ratas del monte y ensombrecido por nubes de moscas. Mientras la pateaba enardecido, olió el humo. Su campamento ardía. Alguien se vengaba. Corrió y perdió pie, deslizándose por las rocas. Una piedra en punta le salió al encuentro, lo golpeó en la sien. Se des­vaneció. Cuando despertó, el sol estaba en el cenit y el sudor lo inundaba. Respirando con la boca abierta, se arrastró hacia el campamento, de donde emergía una delgada columna de humo. Todo estaba consumido, la tienda, los víveres. Las mulas se habían soltado y ya no las veía, él sabía cómo caminaban las mulas, lentas, obs­tinadas. Su caballo, que pacía a unos metros, levantó la cabeza, los grandes ojos distantes. Él se arrastró y tomó las riendas que colgaban hacia el suelo, pero estaba de­masiado débil para montar. El caballo lo olió, sacudió el pescuezo y se alejó, pastando. De vez en cuando lo mi­raba con su ojo vidrioso. Se sentía sediento y cuando lle­vó la mano a la sien la retornó llena de sangre. Gimió con una extraña compasión hacia sí mismo y de pronto oyó ruido de maleza aplastada. Alzó los ojos opacos y descubrió la figura del depredador recortada de espaldas en la luz que descendía. Estaba sentado, sosteniendo un fusil, ya tan seguro que no pretendía ocultarse. Se incor­poró dificultosamente sobre sus rodillas y a medias rep­tando se acercó. Había creído oír voces y risas de muje­res y niños, pura ilusión o bien ardid del hombre que imitaba voces que sabía podían desconcertarlo y provo­car su furia. Pero ahora le concedería ayuda, como el más duro está dispuesto a hacerla cuando es evidente que sin ayuda el otro morirá. Sus fuerzas le fallaron y ca­yó de bruces.

El hombre sentado en la roca había percibido su presencia, giró el cuerpo lentamente.

Él, con un último esfuerzo, se volvió de espaldas al suelo, a la luz descendente del día. Abrió los ojos que ya se le velaban y le vio el rostro, la barba densa y descuida­da, salvo en una blanca cicatriz que le atravesaba la me­jilla en diagonal. Intentó mantener los ojos abiertos; la figura se le borroneaba en una especie de bruma. Con la mano inmóvil, creyó apartar la sangre de su sien; el do­lor y el malestar habían cesado y tenía la segura presun­ción de que regresaría a su hogar. Sus hijos y su mujer le temerían, los ojos ensombrecidos por el miedo. Ya esta­ba montado en su caballo y partía.

De pronto se encontró en el suelo. Cuando la ima­gen del hombre sosteniendo su fusil se esfumó, lleván­dose la bruma que lo rodeaba y arrebatándole incluso toda luz, sus hijos jugaban a esconderse entre los árbo­les. Ágiles y despiertos, bajo un cielo pacífico y lunar, se deslizaban en la nieve, juntaban las hojas del otoño; su mujer, muy joven, salía de la cabaña al aire del verano y caminaba sin renguera.

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