viernes, 8 de febrero de 2008

Silvia Schmid, Mabel Salta la Rayuela (fragmento)

“Escribo en la cocina porque es el lugar más caliente de la casa, sobre todo en invierno. En el horno se cocinan cosas, siempre, hasta cuando está vacío. Y las hornallas, pequeñas lumbres, cuando hay apagón. Luces azules, chisporroteos. Y la heladera, con sus alimentos, queso, manteca, dulces, leche. Y las verduras, el porro, la lechuga, las cebollas. Y el ramito de perejil, siempre lozano, verde, verde, al lado de la pileta. Y cinco animalitos de plástico con imanes lo sostienen todo. El león, el hipopótamo, el bambi, el cocodrilo y el pececito rojo. Si falta alguno me muero. Y Rubinstein desde el pedazo de diario, pegado con scotch, resistiendo, mirándome siempre, mientras enciende un cigarrillo a los 90 años. En la cocina siempre estoy cocinando algo, mis escritos también. Es bueno sentirles ese olor a las letras, en la máquina de escribir, cuando tiro lo viejo, lo podrido, lo que no sirve. También es bueno. El plástico de la basura engorda y mi comida sale pura y limpia. Nutritiva. Rica, La pequeña Olympia se pasea entre las sartenes y las ollas. La cubro con un repasador para que no se ensucie. Aunque el repasador también está sucio. Y, seguro, no va a ser nada fácil llegar al Cielo, Oliveira. Y todos los restos de las comidas y de las letras, los papeles, las palabras y las cáscaras de papas que todavía no tiré. Y la lluvia, en el patio, como en Parfs. Y los negros. No, no son Gouloises, me hubiera gustado, por París, por los veinte años. Solamente de vez en cuando, algunos “Republicanos” que me traen de Montevideo Y muchas veces la cocina se enciende toda, las hornallitas se van agrandando, los azules se hacen violáceos, aparece un olor a azufre, y danzo con el diablo, con su cola. de ajos, y nos revolcamos en medio de las comidas y’ desparramamos todos los alimentos. La pequeña Olympia camina sola y el teléfono, en la mesita amarilla, suena constantemente. Salen como fetas de fiambre, páginas y páginas escritas con esa letra prolija y alineada de la maquinita, y un olor a tinta y a imprenta me invade, y los libros se publican y se venden por teléfono, y me río y las mejillas se me ponen tan rojas, y el exquisito guiso de arroz atraviesa mi garganta, el vino tinto, color rubí, transparente y liviano, y las tortillas españolas con chorizo colorado, medio crudonas, se depositan a la altura de mi boca. Y los papeles en cucuruchos llenos de palabras. Crepitan como un pororó recién comprado en un carrito de Palermo, cuando tenía ocho años y montaba en una jirafa en el zoológico y el fotógrafo me sacaba una foto al instante, con papá y mamá. y mi hermana levantaba una mano junto al burrito, para parecerse al dibujo del catálogo de Gath y Chaves, la chica que llevaba el pulóver que había elegido comprarse ese invierno.”


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