
“Escribo en la cocina porque es el lugar más caliente de la casa, sobre todo en invierno. En el horno se cocinan cosas, siempre, hasta cuando está vacío. Y las hornallas, pequeñas lumbres, cuando hay apagón. Luces azules, chisporroteos. Y la heladera, con sus alimentos, queso, manteca, dulces, leche. Y las verduras, el porro, la lechuga, las cebollas. Y el ramito de perejil, siempre lozano, verde, verde, al lado de la pileta. Y cinco animalitos de plástico con imanes lo sostienen todo. El león, el hipopótamo, el bambi, el cocodrilo y el pececito rojo. Si falta alguno me muero. Y Rubinstein desde el pedazo de diario, pegado con scotch, resistiendo, mirándome siempre, mientras enciende un cigarrillo a los 90 años. En la cocina siempre estoy cocinando algo, mis escritos también. Es bueno sentirles ese olor a las letras, en la máquina de escribir, cuando tiro lo viejo, lo podrido, lo que no sirve. También es bueno. El plástico de la basura engorda y mi comida sale pura y limpia. Nutritiva. Rica, La pequeña Olympia se pasea entre las sartenes y las ollas. La cubro con un repasador para que no se ensucie. Aunque el repasador también está sucio. Y, seguro, no va a ser nada fácil llegar al Cielo, Oliveira. Y todos los restos de las comidas y de las letras, los papeles, las palabras y las cáscaras de papas que todavía no tiré. Y la lluvia, en el patio, como en Parfs. Y los negros. No, no son Gouloises, me hubiera gustado, por París, por los veinte años. Solamente de vez en cuando, algunos “Republicanos” que me traen de Montevideo Y muchas veces la cocina se enciende toda, las hornallitas se van agrandando, los azules se hacen violáceos, aparece un olor a azufre, y danzo con el diablo, con su cola. de ajos, y nos revolcamos en medio de las comidas y’ desparramamos todos los alimentos. La pequeña Olympia camina sola y el teléfono, en la mesita amarilla, suena constantemente. Salen como fetas de fiambre, páginas y páginas escritas con esa letra prolija y alineada de la maquinita, y un olor a tinta y a imprenta me invade, y los libros se publican y se venden por teléfono, y me río y las mejillas se me ponen tan rojas, y el exquisito guiso de arroz atraviesa mi garganta, el vino tinto, color rubí, transparente y liviano, y las tortillas españolas con chorizo colorado, medio crudonas, se depositan a la altura de mi boca. Y los papeles en cucuruchos llenos de palabras. Crepitan como un pororó recién comprado en un carrito de Palermo, cuando tenía ocho años y montaba en una jirafa en el zoológico y el fotógrafo me sacaba una foto al instante, con papá y mamá. y mi hermana levantaba una mano junto al burrito, para parecerse al dibujo del catálogo de Gath y Chaves, la chica que llevaba el pulóver que había elegido comprarse ese invierno.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario