miércoles, 20 de junio de 2018

Un verano, Selva Almada


Con el primo se conocían de vista; sus madres estaban distanciadas desde hacía tiempo, no sabía por qué ni desde cuándo. Pero esa vuelta, cuando se toparon en el parque de diversiones, los dos solos, sin amigos, se saludaron y simpatizaron enseguida. Empezaron a juntarse a la hora de la siesta y el primo le enseñó a disparar. Su madre nunca supo que había sacado la escopeta de su padre del escondite (la caja del vestido de novia, con el vestido de novia como mortaja, en la parte más alta del ropero). A ella no le habría gustado. Decían que el marido se le había muerto limpiando esa escopeta. Iban a practicar en los terrenos abandonados del ferrocarril.
La primera vez que salieron a cazar, desde el otro lado de la ruta, le llamaron la atención, en el montecito bajo, las copas salpicadas de cosas blancas, como bolsas de nylon o papeles que el viento hubiera ido depositando entre las ramas. Antes de cruzar miraron para los dos lados, venía un camión, así que esperaron. Cuando pasó, el chofer hizo pitar la bocina que sonó como el mugido de una vaca y sacó la mano por la ventanilla, saludándolos. No es que los conociera. Pero la gente que anda en la ruta es así, le toca bocina y saluda a todo lo que se mueve. De puro aburrimiento será.
Cuando la culata del acoplado terminó de pasar, contoneándose pesada, tuerta de una de las luces, volvieron a mirar para los dos lados y cruzaron al trotecito el asfalto que aún debía estar caliente, aunque el sol había bajado casi por completo. Se detuvieron nomás empezaba la banquina y el primo disparó al aire.
Entonces pasó lo que pasó: tras la detonación, eso que había en los árboles, ffsshshshssshhhh, se levantó como espuma. Era un dormidero de garzas. Enseguida acomodó la escopeta, eran tantas y estaban tan a tiro que la caza era segura. Pero el primo le bajó el caño de un manotazo.
–Es mala suerte matar una garza –dijo y se sentó sobre el pasto. El hizo lo mismo. El primo era más grande y él lo copiaba en todo, quería ser así cuando tuviera su edad.
Las garzas quedaron suspendidas entre el montecito y el cielo encendido, un momento, como relojeando. Y otra vez se dejaron caer sobre las copas, ocupando sus sitios entre el ramerío.
El primo sacó dos cigarrillos del atado y los encendió poniéndose los dos en la boca al mismo tiempo. Después le pasó uno. Nunca había fumado, así que se atoró con la primera pitada, de angurriento y emocionado. Después le agarró el gusto.
El primo era callado. Así debía ser un hombre, creía él, de pocas palabras. Y aunque tenía ganas de soltar la lengua y preguntarle un montón de cosas, no abrió la boca; mirando de reojo hizo lo mismo que hacía el otro.
Un nuevo camión pasó, tan cerca que sintió el vientito de la velocidad cortándole los pelos de la nuca. Pero éste no tocó bocina. No los habrá visto.
En esos meses se le pegó mucho a su pariente. El tenía doce y el otro unos dieciséis, pero no era como otros gurisones de su edad, el primo. El tampoco.
Al tiempo muerto de ese verano lo pasaron casi todo juntos. Excepto las veces que el padre del primo se cansaba de verlo tan pajarón y se lo llevaba con él unos días a trabajar al campo. Nunca eran más de dos o tres, pues, en el campo, seguía siendo un pajarón y el padre lo aguantaba menos. Y esas pocas semanas, para carnaval, la tía hizo alianza con otra madre y lo pusieron de novio con Noelia, una muchacha preciosa pero rara. Justo para carnaval, cuando él había hecho muchos planes para los dos: desde andar de mascaritas hasta empapar a baldazos a las chicas del barrio para que la ropa se les pegara al cuerpo y pudiesen verles la bombacha y el corpiño. El noviazgo abrupto no le dio tiempo ni a contarle al primo aquellos planes.
Esas semanas, cada vez que iba a buscarlo para salir a cazar, su tía, sin invitarlo a entrar, desde la puerta nomás, le decía: se fue a hacer novio.
Le daba bronca y a veces se quedaba sentado en la vereda a esperarlo. Pero si la tía lo veía salía con la escoba, como si estuviese por barrer, aunque más que eso era una amenaza: andá, dejá de escorchar acá, andá a jugar con gurises de tu edad.
No tenía más remedio que marcharse. No podía pedirle a su madre que intercediera.
Entonces se metía en los galpones del ferrocarril. Buscaba el sitio más fresco y oscuro que siempre olía a orines, aceite y humedad. En su escondite imaginaba qué estarían haciendo el primo y Noelia.
La primera vez que se habían desnudado para meterse al arroyo lo había impresionado su cuerpo. Flaco, fibroso, con una cicatriz ancha que le asomaba entre los pelos y le subía por la ingle, casi hasta el hueso de la cadera. La cicatriz de una operación. Y la verga, larga y gruesa. El primo se había mandado de un galope al agua y, esos metros que trotó, el pedazo chicoteó para los dos lados como si, al fin y al cabo, fuese más liviano de lo que parecía a la vista. Pensaba en el primo haciéndoselo a Noelia. Ella era flaquita, tetona pero sin culo, de caderas estrechas, así que debía dolerle cuando él se la metía, y Noelia debía morderse los labios para no gritar. Capaz que ni siquiera llegaba a penetrarla y tenía que conformarse con puertear. La guasca abundante y pegajosa debía enchastrarle los muslos y las nalgas a la estrecha Noelia.
Una tarde volvió a golpear su puerta, más por rutina, para molestar a la tía, que pensando en encontrarlo. Fue él quien abrió. Le dio unas palmadas en el hombro, sonriendo, se metió y volvió a salir con la escopeta y una cantimplora. Echaron a andar hacia las afueras.
–Pensé que estarías haciendo novio –le dijo recién cuando pisaron campo.
–No andamos más.
–¿Por?
–Nos aburrimos. Fue todo una tramoya de las viejas.
–Mejor –se animó a decir y el primo se encogió de hombros.
Esa vez también se metieron al arroyo y cuando salieron se pusieron los calzoncillos sobre el cuerpo mojado y jugaron a la lucha libre. El primo era más fuerte, pero le daba ventaja. En una toma, quedó de espaldas sobre él, el brazo de su pariente cruzado entre su pecho y su cuello, manteniéndolo inmovilizado. Dio unas pataditas para liberarse, pero lo tenía bien agarrado y ya le faltaba el aire. Se quedó quieto. Por sobre la tela mojada del calzón, justo en la raya, sintió el bulto grande y endurecido. El primo lo soltó enseguida y se vistieron callados.
El verano terminó tan rápido como había empezado y él tuvo que volver a la escuela, los horarios, las pequeñas obligaciones. Al primo, el padre lo mandó a Buenos Aires a trabajar en la verdulería de unos amigos. Volvió una o dos veces ese año, pero él recién se enteró cuando ya había vuelto a partir.
Nunca llegó a preguntarle por qué matar una garza traía mala suerte, pero cuando se topaba con alguna la dejaba ir, por las dudas.
En sueños sí llegaba a tirar del gatillo. Siempre era de noche, en un campo plateado por la luna. El corazón le latía muy fuerte mientras se acercaba a la presa caída y cuando se inclinaba sobre el manto de plumas blancas a veces el pájaro tenía el rostro de Noelia y, a veces, el del primo.


Selva Almada.jpgSelva Almada (Entre Ríos5 de abril de 1973) es escritora y ha incursionado en poesía, cuento y novela. Irrumpió en la no ficción en 2014, con un libro de crónicas, Chicas muertas.

Estudió Comunicación Social en Paraná, aunque abandonó la carrera para iniciar el Profesorado de Literatura en el Instituto de Enseñanza Superior (Paraná), al tiempo que daba forma a sus primeras producciones, algunas de ellas elaboradas a partir del Taller que Maria Elena Lothringer ofrecía en la Facultad de Comunicación.1
Sus primeros relatos fueron publicados en el semanario Análisis, de Paraná. En esta ciudad dirigió entre 1997 y 1998 un breve proyecto literario cultural autogestionado denominado CAelum Blue.
Su formación como narradora se afianzó en buena medida en Buenos Aires en el espacio creativo del taller literario de Alberto Laiseca.
Su producción literaria cobró particular prestigio y elogios de la crítica en 2012 con la publicación de su primera novela El viento que arrasa, la que cuenta con varias reediciones, fue publicada en el exterior2​ y traducida al francés,3​ portugués, holandés y alemán.4
En 2012 la Revista Ñ destacó El viento que arrasa como "la novela del año".5​ En 2016 se estrenó una ópera de Beatriz Catani y Luis Menacho basada en esta novela.6
Con su crónica de no ficción Chicas muertas, Almada visibilizó tres femicidios ocurridos en distintas provincias argentinas en los años 80 y se proyectó como escritora feminista.78910
Su autoridad como escritora ha sido confirmada públicamente por referentes del campo de las Letras tales como la periodista, escritora y ensayista Beatriz Sarlo.11
Sus relatos han integrado diversas antologías editadas por las editoriales NormaMondadori y Ediciones del Dock, entre otras. Selva Almada dicta talleres literarios, escribe y participa en guiones cinematográficos.
Nació en Villa Elisa, en la provincia de Entre Ríos y vivió allí hasta los 17 años. En 1991 se trasladó a Paraná para estudiar, primero comunicación social, luego Literatura, y residió en esa ciudad hasta 1999.
Desde el 2000 reside en la ciudad de Buenos Aires.12
Realizó con frecuencia viajes a Chaco, lo que motivó13​ -sumado a su experiencia rural de infancia y juventud transcurridas en el Litoral argentino- varios de los ambientes y de los temas de sus libros.

Obras

·        2003 Mal de muñecas. Editorial Carne Argentina. Poesía
·        2005 Niños. Editorial de la Universidad de La Plata. Nouvelle
·        2007 Una chica de provincia. Editorial Gárgola. Cuentos
·        2012 El viento que arrasa. Mardulce Editora. Novela.
·        2012 Intemec. Editorial Los Proyectos. Relato14​ (e-book)
·        2013 Ladrilleros. Mardulce Editora. Novela.
·        2014 Chicas muertas. Literatura Random House. Crónica.
·        2015 El desapego es una manera de querernos. Literatura Random House. Cuentos (compilación)
·        2017 El mono en el remolino: Notas del Rodaje de Zama de Lucrecia Martel. Literatura Random House.

Premios

·        2010. Beca Fondo Nacional de las Artes.
·        2015 (seleccionada finalista) Premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón por Chicas Muertas.


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