sábado, 9 de febrero de 2008

María Cristina Ramos, Sobre la poesía

Necesitamos un respiro, digo. Un lugar tranquilo donde apacentar los cansancios y tomar los soles merecidos. Un lugar donde estar a resguardo de lo que cada semana, de lo que cada noticia, de lo que cada agobiante vaticinio va royendo en las imágenes nuestras de cada día, en los filamentos invisibles de la resistencia.

Necesitamos un lugar, me digo, un reparito. Donde deje de caer el peso de la maldición, donde deje de hincarse el huso del hada resentida, donde el bocado de manzana venga sin veneno. Un sabroso, crujiente y fresco bocado de manzana que no incluya la memoria de la infamia.

Necesitamos un bálsamo, el secreto cometa de la brisa que arrastra su cola de brisa y briza el dibujo de los árboles, el dibujo altísimo de los paraísos que siguen florecidos en una esquina del mundo desde donde nos asomábamos.

Necesitamos un respiro. Un espacio que nos cobije y nos repare. Recuperar por un momento, por dos por tres, la sensación de compartida aventura de los escondites de la infancia. Las situaciones en que la voz de los amigos tejía un tapiz tan convincente que podía volvernos invulnerables, poseedores del objeto mágico necesario para sortear los obstáculos, capaz de darnos la clave de los misterios de los grandes.

Creo que nada hay que recupere tanto esa sensación como el hundirse en la bruma de una obra literaria, donde poder bucear hasta encontrar el hilo dorado de una voz que no es nuestra pero pudiera ser, y que nos conecta otra vez con la palabra que nutre, con la que vuelve a poner las cosas en su sitio y puede uno entonces nuevamente olvidarse o recordarse entre las otras claridades del instante.

Y creo también que nos debemos la aventura de entrar a la poesía como a una de las tantos ámbitos de la infancia o de ese tiempo en que la vida fue generosamente bella. El ámbito interior donde la palabra está amasada con las voces de aquellos que nos dieron las primeras palabras, las primeras historias, las palabras de nombrar el mundo. El ámbito donde está grabada la huella musical, el rastro de las frases envolventes que se unían al abrazo, la mezcla musical de la voz y su respaldo afectivo en el silencio. El silencio como enclave de esencias infinitas. El silencio donde quedaron en estratos perennes y fecundos, las cosas dichas a medias, por impericia o por pudor; y a veces porque se referían a realidades que poseían una cara esquiva, un relieve hundido en la sombra y que nuestros seres cercanos no podían nombrar sin sentir que las palabras no les alcanzaban.

Creo que tal vez por esto, la trama de lo poético nos aporta el hilo con el cual entrar al laberinto y salir de él. Porque tiene la virtud de develar nuestras zonas de más reserva. Y utilizo esta palabra en dos sentidos. Como espacio vedado a la comunicación habitual y como lugar de riqueza donde volver a beber el agua que necesitamos para ponernos de pie y seguir camino, para ponernos de pie y construir otro camino, para encontrarnos en los otros que hacen también tanto camino.


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