Las dos de la madrugada. Las ratas roen en los cubos de basura los restos de un día muerto: la ciudad pertenece a los fantasmas, a los asesinos, a los sonámbulos. ¿Dónde estás tú, en qué cama, en qué sueño? Si tropezara contigo, pasarías sin verme, pues no somos percibidos por nuestros sueños. No tengo hambre: no consigo digerir mi vida esta noche. Estoy cansada: anduve toda la noche para escapar de tu recuerdo. No tengo sueño: ni siquiera siento apetito de la muerte. Sentada en un banco, embrutecida a pesar mío por la llegada de la mañana, dejo de recordar que trato de olvidarte. Cierro los ojos... Los ladrones sólo desean nuestras sortijas; los amantes, la carne; los predicadores, nuestras almas; los asesinos, la vida. Pueden quitarme la mía: los desafío a que cambien algo en ella. Echo hacia atrás la cabeza para sentir por encima de mí el murmullo de las hojas... Estoy en el bosque, en un campo... Es la hora en que el Tiempo se disfraza de barrendero y Dios tal vez de trapero. El, el avaro, el testarudo; él, que no consiente ver perderse una perla entre el montón de conchas de ostras a las puertas de las tabernas. Padre nuestro que estás en los cielos ... ¿Veré yo venir alguna vez a un hombre viejo, con un abrigo pardo, con los pies llenos de barro por haber atravesado Dios sabe qué río para reunirse conmigo? Se dejaría caer en el banco, apretando en su puño cerrado un valioso regalo que bastaría para cambiarlo todo. Separaría los dedos lentamente, uno tras otro, con prudencia, pues el regalo podría echarse a volar... ¿Qué llevaría en su mano? ¿Un pájaro, una semilla, un cuchillo, una llave para abrir la lata de conserva del corazón?
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