martes, 25 de enero de 2011

Instantáneas, Beatriz Sarlo

Las dos naciones

Vi por primera vez la vegetación bajo la luz de la luna.
Demasiado extraña y exótica. su exotismo se revela
lentamente, a través del velo de las cosas familiares.
Entré en el monte. Por un instante sentí miedo
y tuve que controlarme. 

Malinowski escribió estas palabras en su diario, hace ochenta años. Había viajado a las islas Trobriand para encarar una de las investigaciones decisivas de la antropología moderna. Era un polaco que se sentía inglés por sus gustos y sus costumbres y europeo (es decir no inglés) por su mentalidad. Mantuvo la distancia exacta con las culturas que estudió y también maldijo el momento que decidió estudiarlas. La publicación de sus Diarios, hasta hace poco desconocidos, muestra cómo le hastiaba la vida en esas islas del Pacífico, la suciedad y lo que llamó (de modo bastante poco antropológico) la falta de civilización.
La mujer me cuenta que no puede salir los sábados y domingos. Todo lo que juntaron, desde que están casados ella y su marido, tiene que ser protegido durante los fines de semana: el televisor, el despertador eléctrico, el radiograbador, la multiprocesadora y la batería de cocina. De lunes a viernes, una vecinita les cuida el hijo y la casa: mejor dicho, se encierra bajo llave, prende el televisor a las siete de la mañana y espera que ellos regresen a las seis de la tarde. Entonces, la vecinita termiana su trabajo de sereno diurno y la mujer con su marido comienzan a vivir y a preparar la casa para la noche. La vecinita no trabaja el fín de semana. La mujer y su marido, los sábados por la mañana, se turnan para hacer las compras, sacar el chico a la plaza y hacerse una corrida hasta la casa de la madre o la suegra. Al atardecer, cierran las puertas, trancan las ventanas y comienzan a cuidar la casa. El domingo, lo mismo. El lunes los releva la vecinita.
El fondo da a un baldío, separado por una pared cuyo perímetro está coronado de pedazos de vidrio. De todas formas, la pared fue saltada varias veces por gente que necesitaba cortar camino en una escapada o que, de paso por el fondo de la casa, se llevaba alguna remera que colgaba de la soga. en el fondo está la bomba y el motor de la bomba, debajo de una campana de hojalata, asegurada al piso por cadenas. Esa bomba es una preocupación permanente porque las cadenas pueden ser cortadas. Desde el baldío del fondo llegan ruidos de pajaritos, maullidos nocturnos, y olor a campo. No es un lugar exótico, simplemente es un espacio peligroso de noche.
Para el lado de la costa, hacia el este y el norte, a treinta cuadras de la casa, transcurre la autopista. A las seis de la tarde, los autos enfilan en caravana hacia los country-clubs, juntos se sienten más protegidos de la violencia o los asaltos. Cerca de los country-clubs hay villas miseria y barrios pobres, que la caravana de coches pasa de costado, casi sin tocar. Pero es imposible no verlos, chapas y cartones que parecen el material de un cuadro de Berni.
Los domingos a la mañana, la gente de los country-clubs hace excursiones hasta el supermercado más próximo. También pueden comprar, al costado de la autopista mandarinas y barriletes que venden los adolescentes de las villas. Entre el country-club y el supermercado se extiende un paisaje cuya mezcla es distraídamente exótica: hace acordar a fotos de la ciudad de México o de Lima. A varias cuadras de la autopista, se ven los techos de tejas de las casas del country-club; más cerca, montecitos de eucaliptus; sobre la ruta, chicos mal vestidos que agitan ramos de flores o cajitas de frutillas; en la ruta finalmente, construcciones de chapa, parrillas envueltas en humo, y autos con vidrios polarizados que pasan hacia el supermercado o llevan a sus dueños a visitar amigos.
A la noche, bajo la luz de la luna, el paisaje es extraño. El exotismo del paisaje "se revela lentamente" a media que los sonidos se van mezclando: gritos de pájaroas, el frotar de las hojas en los montecitos de eucaliptus, música de bailanta que llega desde la villa, pasos en la grava al costado de la autopista, corridas, y el ronroneo de los motores cuando los autos disparan a más de cien. De vez en cuando, una ráfaga de rock o un tiro.
Se juntan de día las imágenes de dos naciones (las gentes de los techos de tejas y los de las casillas de chapa); de noche se mezclan, también, los sonidos de dos na ciones, "bajo la vegetación y a la luz de la luna".
En el cruce de la autopista con alguna calle importante del conurbano, los habitantes de ambas naciones hacen sus intercambios; las mujeres de las casillas se ofrecen para el trabajo doméstico o venden limones o plantas de albahaca; ellas y sus hombres también  compran allí algunas cosas; artículos de ferretería, palanganas de plástico, medias y buzos. debajo de la autopista, en las esquinas importantes, grandes corralones venden piletas de natación en material sintético: azules y gigantescas están apoyadas unas contra otras, al lado de parrillas de material, macetones de invernadero, sillas plegadizas y mesas con sombrilla. Todos los negocios tienen rejas de protección, perros de policía, alarmas, cajas fuertes empotradas en los muros. Los chicos de las mujeres que ofrecen su trabajo deambulan entre las paradas de colectivo o se estacionan en alguna gasolinera que no sea completamente enemiga; en otras gasolineras, están los adolescentes de los country-clubs que comen hamburguesas mientras relojean sus motos.
El paisaje es más o menos ordenado los domingos de mañana. De noche, las luces son sórdidas en las paradas de colectivos alrededor de las que dan vueltas adolescentes a la pesca, que miran pasar los autos. De madrugada, la desolación de la mezcla de luces y de un silencio a medias se expande sobre los restos de las dos naciones: un descapotable con el pasacasette a todo volumen, kiosqueros que llegan a recibir los diarios, algunos chicos entre latas de cerveza y unas cajas de pizza. El montecito de eucaliptus es un fondo negro semioculto por los volúmenes gigantescos de las piletas de natación varadas como ballenas en el patio de los corralones. La escenografía "demasiado extraña y exótica" se revela lentamente, a través del "velo de las cosas familiares".
Quizás lo más familiar sean los nombres pintados sobre las paredes de la autopista, en las bajadas hacia las avenidas; Duhalde, Pierri, Menem 99. Por alguna razón, la gente de las casillas y la del country-club les ha puesto un voto en los años que pasaron.

Beatríz Sarlo, Instantáneas, Medios, ciudad y Costumbres en el fin de siglo, Cia. Editora Espasa Calpe S.A/Ariel

 Sobre la autora: Beatriz Sarlo (n. Buenos Aires, 1942) es una ensayista argentina en el ámbito de la crítica literaria y cultural. Fue profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Dictó cursos en las universidades de Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota, fue fellow del Wilson Center en Washington y "Simón Bolívar Professor of Latin American Studies" en la Universidad de Cambridge. Es parte del grupo de intelectuales críticos latinoamericanos; se centra en los estudios sobre la posmodernidad del subcontinente, a la que llamó modernidad periférica. El libro del mismo título junto a Escenas de la vida posmoderna le han valido la consagración dentro del campo académico. Aparte de sus textos, sus columnas- en las principales revistas de cultura de Argentina y Latinoamérica- tratan de forma lúcida las transformaciones socio-culturales devenidas tanto de la crisis de la modernidad como de los efectos del neoliberalismo. La forma en que- en términos de Karl Marx- se produce la reificación de los códigos sociales da paso para entender cómo es el capital un ordenamiento en detrimento de las obsoletas y decadentes instituciones sociales en la actualidad.
El shopping, si es un buen shopping, responde a un ordenamiento total pero, al mismo tiempo, debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado (...) Sólo los niños muy pequeños pueden perderse en un shopping, porque un accidente puede separarlos de otras personas y esa ausencia no se equilibra con el encuentro de mercancías.
Esta crisis de las instituciones (con todo su espacio público) representa un giro a la modernidad periférica; trata sobre la puesta en suspenso de la imitación de la modernidad. En este sentido, comparte un lugar en el análisis de la cultura latioamericana actual junto a autores como Néstor García Canclini o Jesús Martín-Barbero.
Beatriz Sarlo está casada con el director de cine Rafael Filipelli.

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