sábado, 29 de enero de 2011

Dos cuentos de Samantha Schweblin

 Mujeres desesperadas

Parada en el medio de la ruta Felicidad ha creído ver, en el horizonte, el débil reflejo de las luces traseras del auto. Ahora, en la oscuridad cerrada del campo, sólo se distinguen la luna y su vestido de novia. Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no tendría que haber tardado tanto. Desprende del tul algunos granos de arroz. Apenas puede adivinar el paisaje: el campo, la ruta y el baño.
       Quiere llorar, pero todavía no puede. Corrige los pliegues del vestido, se mira las uñas, y contempla, cada tanto, la ruta por la que él se ha ido. Entonces algo sucede:
       -No vuelven- dice una mujer.
       Felicidad se asusta y grita. Por un segundo cree encontrarse frente a un fantasma. Intenta controlarse, pero el cuerpo no deja de temblarle. Mira a la mujer: nada parece sobresaltarla, tiene una expresión vieja y amarga, aunque conserva entre las arrugas grandes ojos claros y labios de perfectas dimensiones.
       -La ruta es una mierda- dice la mujer. Saca de su bolsillo un cigarrillo, lo enciende y se lo lleva a la boca- Una mierda. Lo peor…
       Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
       -¿Y qué? ¿Vas a esperarlo?- dice la mujer.
       Ella mira el lado de la ruta por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se anima a responder.
       -Nené- dice la mujer, y le ofrece la mano.
       Ella extiende con duda la suya y se saludan. Los movimientos de Nené son firmes y fuertes.
       -Mirá- dice Nené; se sienta junto a Felicidad- voy a hacértela corta- pisa el cigarrillo apenas empezado, enfatiza las palabras- se cansan de esperar y te dejan. Eso es todo. Parece que esperar es algo que no toleran. Entonces ellas lloran y los esperan… Y los esperan… Y sobre todo, y durante mucho tiempo: lloran, lloran y lloran todavía más.
       Aunque lo intenta, Felicidad no logra entenderla. Está triste, y cuando más necesita del apoyo fraternal, cuando sólo otra mujer podría comprender lo que se siente tras haber sido abandonada junto a un baño de ruta, ella sólo cuenta con esa vieja hostil que antes le hablaba y ahora le grita.
       -¡Y siguen llorando y llorando durante cada minuto, cada hora de todas las malditas noches!
       Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
       -Y meta llorar y llorar… Y te digo algo: esto se acaba. Estoy cansada, agotada de escuchar a tantas estúpidas desgraciadas. Y una cosa más te digo… -se interrumpe, parece dudar, y pregunta- ¿Cómo dijiste que te llamabas?
       Ella quiere decir Felicidad, pero se traga el llanto, hipando.
       -Hola… ¿Te llamabas…?
       -Fe, li…- trata de controlarse. No lo logra, pero resuelve la frase- cidad.
       -No, no, no. Ni se te ocurra. Por lo menos aguantá algo más que las demás.
       Felicidad empieza a llorar.
       -No. No voy a seguir soportando esto. No puedo. ¡Felicidad!
       Ella fuerza una respiración ruidosa y retiene el llanto, pero enseguida la situación le es insostenible y todo vuelve a empezar.
       -No puedo creer, que él…- respira- que me haya…
       Nené se incorpora, mira a Felicidad con desprecio y se aleja furiosa, campo adentro. Ella intenta contenerse, pero al fin se descarga:
       -¿Desconsiderada!- le grita, pero después se incorpora y la alcanza- espere… No se vaya, entienda…
       Nené camina ignorándola.
       -Espere- Felicidad vuelve a llorar.
       Nené se detiene.
       -Callate- dice- ¡Callate tarada!
       Entonces Felicidad deja de llorar y Nené le señala la oscuridad del campo.
       -Callate y escuchá.
       Ella traga saliva. Se concentra en no llorar.
       -Bueno, ¿y? ¿Lo sentís?- mira hacia el campo.
       Felicidad la imita, intenta concentrarse.
       -Lloraste demasiado, ahora hay que esperar a que se te acostumbre el oído.
       Felicidad hace un esfuerzo, tuerce un poco la cabeza. Nené espera impaciente a que ella al fin comprenda.
       -Lloran…- dice Felicidad, en voz baja, casi con vergüenza.
       -Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! ¿No me vez la cara? ¿Cuándo duermo? ¡Nunca! Lo único que hago es oírlas todas las malditas noches. Y no voy a soportarlo más, ¿se entiende?
       Felicidad la mira asustada. En el campo, voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten a gritos los nombres de sus maridos.
       -¿Y a todas las dejan?
       -¡Y todas lloran!- dice Nené.
       Entonces gritan:
       -¡Psicótica!
       -¡Desgraciada, insensible!
       Y otras voces se suman:
       -¡Dejános llorar, histérica!
       Nené mira hacia todos lados. Grita al campo:
       -¿Y que hay de mí…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches? ¿Eh? ¿Qué hay?
      -¡Tomate un calmante! ¡Loca!
      Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya. Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez más violentos.
       -¡Vení, turrita!; ¡vení y da la cara!
       -Vení, dale. A ver cuanto te dura esta nueva amiguita…
       -¡Dónde estás vieja! ¡Hablá infeliz!
       -¡Cuando vos ya estabas acá llorando nosotras todavía salíamos con ellos desgraciada!
       Algunas voces dejan de gritar para reírse.
       Nené se deja caer y se sienta resignada.
       -¡Déjenla en paz!- dice Felicidad. Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
       -Hay… Que miedo…- dice una de las voces- así que ahora tenés compañerita…
       -Yo no soy compañerita de nadie- dice Felicidad- sólo trato de ayudar…
       -Ay… Solo trata de ayudar…
       -¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
       -¡Por qué es una morsa flaca!
       -No, la dejaron porque…- se ríen- …porque mientras ella se probaba su vestido de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito…- vuelven a reírse.
       Las voces se escuchan cada vez más cerca. Es un griterío donde es difícil separar a las que lloran de las que se ríen.
       -¡Porqué no se callan, cotorras!- grita Nené.
       -¡Ya te vamos a agarrar, turra!
       Felicidad siente bajo los pies el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas. Nené comienza a retroceder hacia la ruta. Felicidad la sigue.
       -¿Cuántas son…?- pregunta.
       -Muchas- dice Nené- demasiadas.
       Pero Felicidad no puede escucharla, los insultos son tantos y están ya tan cerca que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
       -¿Qué hacemos?- insiste Felicidad.
       Entonces Nené adivina en ella los signos contenidos del llanto.
       -No se te ocurra llorar- le dice.
       Retroceden cada vez más rápido. Ya casi están sobre la ruta. A lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Felicidad piensa ahora, por última vez, en el amor. Piensa para sí misma: que no la deje, que no la abandone.
       -Si para nos subimos- grita Nené.
       -¿Qué?
       Ya están cerca del baño.
       -Que si el auto para…
       El murmullo las sigue y ya parece estar sobre ellas. No alcanzan a verlas, pero saben que están ahí, a pocos metros. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, y sin acercarse demasiado, oculta aún en la oscuridad, espera a que la mujer se baje para sentarse ella y obligar al hombre a conducir. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino aún no ha visto a las mujeres y baja apurado agarrándose la bragueta. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen exclusivamente a él. Se detiene pero ya es tarde; en sus ojos el espanto de un conejo frente a las fieras. Mientras, Nené rodea el auto para subir del lado del conductor, pero cuando intenta abrir la puerta se encuentra con que la mujer ha puesto las trabas de seguridad.
       -¡Abra, vamos! ¡Tenemos que subir!- dice Nené mientras forcejéa la puerta.
       -Si se quiere bajar dejála- dice Felicidad- por ahí ellos sí se quieren.
       Desde el interior del coche la mujer grita qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra. Nené grita y golpea desesperada los vidrios:
       -¡Abrí, nena! ¡Abrí!
       La mujer se cambia de asiento y enciende el motor. El hombre escucha el automóvil pero no se vuelve para mirar. Está absorto y parece adivinar, en la oscuridad, la masa descomunal de mujeres que corren hacia él.
       -¡Abrí, tarada!- Nené golpea los vidrios con los puños, forcejea la manija de la puerta.
       Detrás, Felicidad mira al hombre y a Nené, al hombre y a Nené. La mujer acelera nerviosa haciendo patinar las ruedas. Nené y Felicidad retroceden. Parte del auto cae a la banquina y las salpica de barro. Al fin las ruedas vuelven a morder el asfalto y el auto se aleja.
       Aunque tras ellas los gritos de las mujeres continúan, el reflejo anaranjado de las luces traseras alejándose parece sumirlas en una silenciosa tristeza. A Felicidad le hubiese gustado abrazar a Nené, apoyarse en su hombro al menos. Es entonces cuando pequeños pares de luces blancas comienzan a iluminar el horizonte.
       -¡Vuelven!- dice Felicidad.
       Pero Nené no responde. Enciende un cigarrillo y contempla en la ruta los primeros pares de luces que ya están casi sobre ellas.
       -¡Son ellos!- dice Felicidad- se arrepintieron y vuelven a buscarnos…
       -No- dice Nené, y suelta una bocanada de humo- son ellos, sí; pero vuelven por él.



Perdiendo Velocidad

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
     —¿Qué pasa? —le pregunté.
     Tardó en sacar la vista de los huevos.
     —Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
     Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
     —No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
     —¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
     Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas aterciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
     Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
     —Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
     Miró los huevos.
     —Creo que me estoy por morir.
     Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
     —Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
     Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.
     Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
     —¿Café? —pregunto.
     —¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.
 
Samantha Schweblin: (Buenos Aires – 1978), escritora argentina, es egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA. Su libro de cuentos El núcleo del disturbio ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001, y su cuento “Hacia la alegre civilización de la capital”, el primer premio en el Concurso Nacional Haroldo Conti. Participó en las antologías publicadas por la Editorial Siruela, “Cuentos Argentinos” (España 2004); la Editorial Norma, “La joven guardia” (Argentina 2005) y “Una terraza propia” (Argentina 2006); y varias antologías de Centros Culturales como el General San Martín y el Ricardo Rojas. Algunos de sus cuentos ya se encuentran traducidos al inglés, el francés, al alemán y el sueco. Su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca (2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008.

1 comentario:

Adán de Maríass dijo...

Leo cada cuento interesante de Samanta Schweblin, pero me sorprendo cuando leo el cuento 'Mujeres desesperadas' y no es el mismo que leo en el libro 'Núcleo del disturbio' publicado por Editorial Destino, hay párrafos como el comienzo que dice asi: ''Al asomarse a la ruta, Felicidad comprende su destino. Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo solo hay desilusión y un vestido de novia''. Por favor quiero saber de que libro y Editorial se transcribió y publicó el mencionado cuento. Gracias.