miércoles, 13 de abril de 2011

La fiesta en el jardín , Katherine Mansfield


Y, después de  todo, el tiempo era ideal. Si lo hubieran hecho de encargo no
habría resultado un día más perfecto para la fiesta en el jardín. Sin viento,
cálido, el cielo sin una nube. Como pasa al principio del verano, una neblina de
oro pálido velaba, apenas el azul. El jardinero estaba en pie desde el alba,
segando el prado y barriéndolo, hasta que el césped y los rosetones chatos y
oscuros donde habían estado las margaritas parecieran brillar. En cuanto a las
rosas, no se podía negar que habían comprendido que las rosas son las únicas
flores que impresionan a la gente en una fiesta en el jardín, las únicas flores
que a todos interesan. Cientos, cientos. literalmente, habían abierto en la
noche; las zarzas verdes estaban inclinadas como si los arcángeles las hubieran
visitado.

No había concluído el almuerzo cuando vinieron los hombres a levantar la
marquesina.

-¿Mamá, dónde quieres poner la marquesina?

-Mi hija querida, es inútil preguntármelo. He resuelto que este año, las niñas
se encarguen de todo. Olvidad que soy la madre. Tratadme como a un invitado de
honor.

Pero Meg no podía vigilar a los hombres. Antes de almorzar se había lavado la
cabeza, y estaba sentada tomando café; llevaba un turbante verde, con un oscuro
rizo húmedo pegado en cada mejilla. Jose, la mariposa, acostumbraba a bajar con
sólo un viso verde y encima su kimono.

-Tú tendrás que ir, Laura; tú que eres artística.

Allá fué Laura, con su pedazo de pan y manteca en la mano. Es tan delicioso
encontrar una excusa para comer fuera, y, además, adoraba arreglar cosas;
encontraba que podía hacerlas tanto mejor que cualquier otro.

Cuatro hombres en mangas de camisa estaban juntos en un camino del jardín.
Llevaban estacas cubiertas con rollos de tela, y grandes cajas de herramientas a
la espalda. Eran impresionantes. Laura hubiera querido no tener ese pedazo de
pan y manteca en la mano, pero ni había donde ponerlo, ni se lo podía tragar
entero. Enrojeció y trató de parecer muy seria y hasta un poco corta de vista
cuando se acercó a ellos.

-Buenos días -dijo, imitando la voz de su madre.

Pero resultó tan horriblemente afectado que se avergonzó, y tartamudeó como una
niñita.

-¡Oh, ustedes vienen...! ¿es por la marquesina?

-Así es, señorita -replicó el más alto de todos, un tipo flaco y pecoso,
cambiando de lado su caja de herramientas, echando atrás su sombrero de paja y
sonriéndole.

-Es para eso.

Su sonrisa era tan espontánea, tan amistosa, que Laura se repuso. ¡Qué lindos
ojos tenía! ¡Pequeños, pero de un azul tan oscuro! Miró a los demás que también
sonreían. Parecían decirle: ¡Ánimo, no te vamos a comer! ¡Qué obreros tan
simpáticos! ¡Y qué hermosa mañana! Pero no tenía que mencionar la mañana; debía
ser una persona de negocios: la marquesina.

-Bueno, ¿qué les parece aquel macizo de lilas? ¿Servirá?

Y señalaba el macizo de lilas con la mano que no tenía el pan y manteca. Se
volvieron, y miraron. Uno de ellos, bajo y gordo, apretó el labio inferior, y el
más alto frunció el ceño.

-No me gusta -dijo-. No es bastante importante. Sabe, tratándose de una
marquesina -y se volvió hacia Laura-, hay que ponerla en un lugar donde dé un
golpe en el ojo, como quien dice.

Laura se quedó pensando si no era una falta de respeto en un trabajador hablarle
de dar un golpe en el ojo. Pero entendió muy bien.

-Una esquina de la cancha de tenis -sugirió-. Pero la banda estará en otra
esquina.

-Hum, ¿van a tener una banda? -preguntó otro de los obreros. Era uno pálido.
Tenía una mirada feroz, mientras sus ojos oscuros medían la cancha de tenis.
¿Qué pensaría?

--Sólo una pequeña banda -dijo Laura con dulzura.

Si la banda era pequeña, quizá no le parecería mal. Pero el hombre alto le
interrumpió.

-Mire, señorita, ése es el lugar. Junto a aquellos árboles. Allá arriba. Ahí
estará bien.

Junto a los karakas. Así los karakas quedarían escondidos. Y eran tan hermosos,
con sus anchas hojas centelleantes, y sus racimos amarillos. Eran como árboles
de una isla desierta, orgullosos, solitarios, elevando sus hojas y frutos al sol
en una especie de silencioso esplendor. ¿Debía esconderlos la marquesina?

Y los escondería. Ya los hombres habían cargado las estacas y estaban arreglando
el sitio. Sólo el alto quedó atrás. Se inclinó, apretó una varita de alhucema,
llevóse el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el perfume. Cuando Laura vió
el gesto, olvidó los karakas, en su asombro de que al hombre le gustara una cosa
así, le gustara el perfume de la alhucema. ¿Cuántos hombres de los que ella
conocía hubieran hecho tal cosa? ¡Oh, qué simpáticos son los obreros! ¿Por qué
no podía tener amigos obreros en vez de los muchachos tontos con quienes bailaba
y que venían a cenar los domingos? Se entendería mucho mejor con hombres así.

Tienen la culpa -decidió, en el momento en que el hombre alto dibujaba algo en
el dorso de un sobre, algo que debía ser izado o quedar colgado- estas absurdas
distinciones de clase. Bueno, por su parte, ella no las sentía. En lo más
mínimo, ni un átomo... Y ahora viene el tac-tac de los martillos. Uno de los
hombres silbaba, otro cantaba: "¿Estás bien ahí, camarada?" ¡Camarada! El
compañerismo, el... el... Para probar qué contenta estaba y mostrar al hombre
alto qué cómoda se sentía, y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas,
Laura díó un gran mordisco a su pan y manteca, mientras observaba el dibujito.
Se sentía como una pequeña obrera.

-¡ Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡ El teléfono, Laura! -gritó una voz desde la
casa.

-¡Ya voy! -Y salió corriendo, por el césped, por el sendero, subió los
escalones, cruzó la terraza y llegó al pórtico. En el pasillo, su padre y
Lorenzo estaban cepillando sus sombreros, listos para irse a la oficina.

-Mira, Laura -dijo Lorenzo con prisa-, podías revisar mi traje para luego. Mira
si no le hace falta un planchazo.

-¡ Ya lo creo!

De repente no pudo contenerse. Corrió hacia Lorenzo y le dió un pescozón.

-¡Oh! adoro las fiestas; ¿y tú? -murmuró Laura.

-Bastante -dijo Lorenzo con su voz cálida de muchacho y también pellizcó a su
hermana dándole un empujón-. Rápido, al teléfono, querida.

El teléfono. Sí, sí; ¡oh, sí! ¿Kitty? Buenos días, querida. ¿Vienes a almorzar?
Sí, querida. Encantada. Va a ser una comida ligera: restos de sandwiches y de
merengues y alguna otra cosita. Sí, ¿no es un día divino? ¿El blanco? ¡Oh,
seguramente! Un momento; ten el tubo. Me llaman. -Y Laura se echó atrás-. ¿Qué,
mamá? No oigo.

La voz de la señora Sheridan bajó flotando por la escalera.

-Dile que traiga ese delicioso sombrero que usó el domingo.

-Dice mamá que te pongas ese sombrero delicioso que llevabas el domingo. Bueno.
A la una. Adiós.

Laura colgó el auricular, levantó los brazos sobre la cabeza, hizo una
aspiración profunda, los estiró y los dejó caer. ¡Uf!, suspiró, y en seguida se
sentó. Se quedó quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían
abiertas. La casa estaba viva, con rápidas pisadas y voces incesantes.

La puerta de bayeta verde que conducía a la cocina se abría y cerraba con un
sordo rezongo. Ahora se sentía un sonido absurdo, cloqueando. Era el piano tan
pesado arrastrado sobre sus ruedas tiesas. Y ¡qué aire! Si uno se pone a pensar
¿será el aire siempre así? Céfiros suaves se perseguían fuera y allá arriba, en
las ventanas. Y había dos marchitas de sol, una en el tintero, otra en un marco
de plata, jugando también. Deliciosas marchitas, sobre todo la cie la tapa del
tintero. Estaba casi caliente. Una cálida estrellita de plata. Daban ganas de
besarla.

Sonó el timbre de la puerta y se oyó crujir el vestido estampado de Sadie por la
escalera. Una voz de hombre murmuró; Sadie respondió, sin interés:

-Le digo que no sé. Espere. Voy a preguntar a la señora.

-¿Qué hay, Sadie? -preguntó Laura entrando en el pasillo.

-Es el florista, señorita.

Y ahí estaba. En la puerta abierta de par en par, había una bandeja playa
colmada de macetas con lirios rosados. Nada más. Nada más que lirios, lirios,
lirios, grandes flores rosadas, muy abiertas, radiantes, terriblemente vivas
sobre sus rojos tallos lustrosos.

-¡Ooh, Sadie! -dijo Laura como en un gemido. Se agachó como para calentarse en
ese resplandor de lirios; los sintió en sus dedos, en sus labios, creciendo en
su pecho.

-Debe ser una equivocación -dijo en voz muy baja-. No se han pedido tantos.
Sadie, vete a buscar a mamá.

En ese mismo instante llegó la señora Sheridan.

-Está bien -dijo con calma-. Sí, yo los encargué. ¿No son divinos?

Apretó el brazo de Laura.

-Pasaba por la florista, ayer, y los vi en el escaparate. Y de repente se me
ocurrió que por una vez en la vida tendría todos los lirios que quisiera. La
fiesta en el jardín era una buena excusa.

-Pero yo te oí decir que tú no querías intervenir.

Sadie había entrado. El hombre de las flores volvió al camión, Laura rodeó el
cuello de su madre con un brazo y despacio, muy despacito, le mordió la oreja.

-Vidita, tú no quieres tener una madre lógica, ¿verdad?

-No hagas eso. Aquí está el hombre.

Traía todavía más lirios, otra bandeja llena.

-Deposítelos junto a la entrada, por favor, a los lados del pórtico -dijo la
señora-. ¿No te parece, Laura?

-Oh, si, mamá.

En el salón, Meg, Jose y el pequeño Hans habían logrado, al fin, cambiar el
piano de sitio.

-Ahora, si pusiéramos este cofre contra la pared y sacáramos todo menos las
sillas, ¿no les parece?

-Bueno.

-Hans, lleva esas mesas al cuarto de fumar, y que vengan a barrer para sacar
esas marcas de la alfombra y... un momento, Hans...

A Jose le gustaba dar órdenes a los sirvientes, y a ellos les gustaba obedecer.
Les hacía pensar que tomaban parte en un drama.

-Diga a mamá y a la señorita Laura que vengan en seguida.

-Muy bien, señorita Jose.

Se volvió hacia Meg.

-Quiero ver cómo suena el piano, por si alguien me pide que cante esta tarde.
Vamos a ensayar: "Esta vida es triste".

¡Pom. Ta-ta-ta! El piano sonó con tal furia que Jose cambió de color. Juntó las
manos. Les pareció triste y enigmática a su madre y a Laura cuando entraron.

Esta vida es tris-te,

Una lágrima... un suspiro

Un. amor que cam-bia

Esta vida es tris-te

Una lágrima... un suspiro

Un amor que cam-bia,

Y entonces... ¡adiós!

Pero en la palabra "adiós", y aunque el piano parecía más desesperado que nunca,
su rostro se iluminó con una brillante sonrisa, terriblemente antipática.

-¿Estoy en voz, mamita? -sonrió.

Esta vida es tris-te,

La esperanza viene para morir.

Un sueño... un despertar.

Pero Sadie interrumpió el canto:

-¿Qué hay, Sadie?

-Por favor, señora, la cocinera pregunta si la señora tiene esas tarjetas para
los sandwiches.

-¿Las tarjetas para los sandwiches, Sadie? -repitió como un eco la señora
Sheridan, casi ausente.

Y las hijas se dieron cuenta de que no las tenía.

-Vamos a ver -dijo a Sadie con firmeza-, diga a la cocinera que las llevaré
dentro de diez minutos.

Sadie, desapareció.

-Bueno, Laura -dijo la madre rápidamente-, ven conmigo al fumoir. Tengo los
nombres por ahí, escritos en el dorso de un sobre. Tendrás que copiarlos. Meg,
sube y quítate en seguida ese trapo mojado de la cabeza. Jose, corre a vestirte
en el acto. Niñas ¿me oís, o tendré que decírselo a vuestro padre cuando vuelva
esta noche a casa? Y... y, Jose, si vas a la cocina trata de calmar a la
cocinera, ¿quieres? Me tenía aterrada esta mañana.

Al fin, se encontró el sobre detrás del reloj del comedor, aunque la señora
Sheridan no se daba cuenta cómo había ido a parar allí.

-Una de vosotras debe haberlo sacado de mi cartera, porque recuerdo
perfectamente... queso fresco y cuajada con limón. ¿Habéis escrito eso?

-Sí.

-Huevo y... -la señora Sheridan alargó los brazos y retiró el sobre-. Parece
ratón, pero no puede ser, ¿verdad?

-Aceitunas, queridita -dijo Laura, leyendo por encima del hombro.

-Por supuesto, aceitunas. ¡Qué combinación atroz: huevos y aceitunas!

Por fin acabaron, y Laura los llevó a la cocina. Allí se encontró con Jose
calmando a la cocinera, que no parecía tan aterradora.

-Nunca he visto sandwiches tan exquisitos -dijo Jose, con voz extasiada-.
¿Cuántas clases hay? ¿ Quince?

-Quince, señorita Jose.

-Bueno, la felicito.

La cocinera apartó las cortezas con de cortar pan, y sonrió satisfecha.

-Han venido de casa de Godber -anunció Sadie, saliendo de la despensa-, vi pasar
al hombre desde la ventana.

Eso significaba que habían llegado los pastelitos de crema.

Godber era famoso por sus pastelitos de crema. A nadie se le ocurría hacerlos en
casa.

-Tráigalos y póngalos sobre la mesa -ordenó la cocinera.

Sadie los trajo y volvió a la puerta. Por supuesto, Laura y Jose eran demasiado
grandotas para ocuparse de estas cosas. Con todo, no podían negar que eran muy
buenos. Mucho. La cocinera empezó a arreglarlos, sacudiéndoles el azúcar
sobrante.

-¿No le traen a uno el recuerdo de todas las fiestas pasadas? -dijo Laura.

-Supongo que sí -respondió la práctica Jose, que no gustaba de recordar-.
Parecen ligeros y plumosos, hay que reconocerlo.

-Tomad uno cada una, queridas -dijo la cocinera con voz amable-. Mamá no se dará
cuenta.

-Imposible, ¡pastelitos de crema tan en seguida del almuerzo!, la sola idea hace
estremecer.

Pero dos minutos después Jose y Laura se estaban chupando los dedos con ese aire
absorto que sólo da la crema de Chantilly.

-Salgamos al jardín por el camino de atrás -sugirió Laura-. Quiero ver cómo van
los hombres con la marquesina. ¡Son tan simpáticos!

Pero la puerta trasera estaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el hombre de
Godber y Hans.

Algo pasaba.

-Tac-tac-tac -cloqueaba la cocinera como una gallina asustada. Sadie tenía una
mano oprimiéndose la cara como si le dolieran las muelas. La cara de Hans estaba
fruncida en un esfuerzo por comprender. Sólo el dependiente de Godber parecía
contento. Él era quien contaba la cosa.

-¿Qué hay, qué ha sucedido?

-Un horrible accidente -dijo la cocinera-, un hombre ha muerto.

-¡Un muerto! ¿Dónde, cuándo?

Pero el dependiente de Godber no iba a perder su relato. -¿Sabe, señorita,
aquellas casitas allá abajo? ¿Las conoce? -Claro, ella las conocía-. Bueno, allí
vive un muchacho carretero, se llama Scott. Su caballo se asustó esta mañana de
un camión, y lo tiró de cabeza en la esquina de la calle Hawke. Lo mató.

-¡Muerto! -y Laura miró al hombre con asombro.

-Ya estaba muerto cuando lo levantaron -contestó el hombre con fruición-.
Llevaban el cuerpo a la casa cuando yo venía.

Y dirigiéndose a la cocinera:

-Deja una mujer y cinco chicos.

-Jose, ven acá.

Laura tomó a su hermana de un brazo y se la llevó por la cocina al otro lado de
la puerta de bayeta verde. Se recostó contra ella.

-Jose -le dijo horrorizada- ¿vamos a suspender los preparativos?

-¡Suspender, Laura! -gritó Jose atónita-. ¿Qué quieres decir?

Suspender la fiesta en el jardín, claro. ¿Qué pensaba Jose? Pero Jose estaba
cada vez más asombrada. ¿ Suspender la fiesta?

-Mi querida Laura, no seas loca. No podemos hacer nada de eso. Nadie espera tal
cosa. No seas extravagante.

-Pero no podemos celebrar una fiesta en el jardín con un muerto frente a nuestra
puerta.

Decir eso era realmente exagerado, porque las casitas estaban en un terreno
aparte, en el fondo de una cuesta empinada que llevaba a la casa. Había una
calle ancha de por medio. Es cierto que estaban demasiado cerca. Eran un
verdadero adefesio y no tenían derecho a estar en ese barrio. Eran pequeñas
viviendas mezquinas, pintadas de un color chocolate. En los retazos de jardín no
había más que repollos, gallinas flacas y latas de tomate. Hasta el humo que
salía de las chimenas era miserable. Hilachas y fragmentos de humo, tan distinto
de los grandes penachos de plata que se elevaban de las chimeneas de los
Sheridan. Vivían lavanderas y barrenderos, y un remendón, y un hombre que tenía
todo el frente de la casa con jaulitas de pájaros. Los chicos hormigueaban.
Cuando los Sheridan eran pequeños les estaba prohibido acercarse, por el
lenguaje que usaban los pobres y las enfermedades que podían contagiarles. Pero
desde que eran grandes Laura y Jose en sus andanzas solían meterse por ahí. Era
sórdido y asqueroso. Salían estremecidas. Pero se debe ir a todas partes; uno
debe verlo todo. Por eso iban.

-Estoy pensando lo que será la música de la banda para esa pobre mujer -dijo
Laura.

-¡Oh, Laura!

Jose empezó a ponerse seria.

-Si vas a suprimir la música cada vez que sucede un accidente, vas a llevarte
una vida muy triste. Yo lo siento tanto corno tú. Comprendo como tú.

Sus ojos se endurecieron y miró a su hermana, como la miraba cuando era pequeña
y tenían una pelea.

-No vas a resucitar a un borracho con sentimentalismos -dijo blandamente.

-¡Borracho! ¿Quién ha dicho que estaba borracho?

Laura se volvió furiosa hacia Jose. Dijo, justamente, lo que acostumbraban decir
en ocasiones semejantes: "Se lo voy a contar a mamá, ahora mismo".

-Ve, querida -dijo Jose con un arrullo.

-Mamá, ¿puedo entrar?

Laura hizo girar el picaporte de cristal.

-Por supuesto, querida. Pero ¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho poner tan colorada?

Y la señora Sheridan se volvió hacia atrás en su mesa tocador. Se estaba
probando un sombrero nuevo.

-Mamá, ha muerto un hombre -empezó Laura.

-¿Pero no en el jardín? -interrumpió la madre.

-¡ No, no!

-¡Ah, qué susto me has dado!

La señora Sheridan dió un suspiro de alivio, se quitó el gran sombrero y lo puso
en sus rodillas.

-Pero escucha, mamá -dijo Laura.

Sin aliento, medio ahogada, contó la terrible historia.

-Claro que no podremos celebrar nuestra fiesta, ¿verdad? -suplicó-. La música y
la gente. Nos van a oír, mamá; están cerquita, ¡son vecinos!

Con gran asombro de Laura, su madre se comportó como Jose; y era peor, porque la
idea parecía divertirla. Se negó a tomar en serio a Laura.

-Pero, querida mía, hay que tener sentido común. Sólo por casualidad lo hemos
sabido. Si alguien hubiera muerto ahí de muerte natural -y no sé cómo están
vivos en esos oscuros agujeros- tendríamos igual nuestra fiesta, ¿verdad?

Laura tuvo que decir que sí, pero comprendía que no era justo. Se sentó en el
sofá y empezó a tironear el fleco de los almohadones.

-Mamá, ¿no es una falta de corazón por nuestra parte? -preguntó.

-¡Vidita!

La señora Sheridan se le acercó, llevando el sombrero. Antes que Laura pudiera
evitarlo se lo plantó en la cabeza.

-¡Hija mía! -dijo la madre-, el sombrero es tuyo. Lo mandé hacer para ti. Hace
demasiado joven para mí. Nunca te he visto más bonita. ¡Mírate! -Y levantó su
espejo de mano.

-Pero, mamá -volvió a decir Laura. No se podía mirar; se puso de lado.

Pero ya la señora Sheridan había perdido la paciencia lo mismo que Jose.

-Laura, te estás volviendo absurda -dijo fríamente-. Gente de esa clase no
espera de nosotros ningún sacrificio. Y no es altruísmo aguarnos la fiesta, como
lo estás haciendo.

-No entiendo -dijo Laura, y salió, apresurada del cuarto para encerrarse en el
suyo.

Allí, por pura casualidad, lo primero que vió fué una encantadora muchacha en el
espejo, con su sombrero negro adornado de margaritas doradas y una larga tinta
de terciopelo negro. Nunca se imaginó que podía resultar tan bien. ¿Tendría
razón mamá? Y ahora deseaba que mamá tuviera razón. ¿Sería exagerada? Tal vez
fuese una locura. Sólo por un momento tuvo la visión de aquella pobre mujer y
aquellas pobres criaturas, y del cuerpo que llevaban a la casa. Pero parecía
borroso, irreal, como una fotografía en el periódico. Lo recordaría de nuevo
después de la fiesta. En todo sentido eso parecía lo mejor...

Terminaron de almorzar a la una y media. A las dos y media todo se hallaba en
orden de batalla. Los músicos con casacas verdes ya estaban colocados en una
esquina de la cancha de tenis.

-¡Querida! -aulló Kitty Maitland- ¿no te parecen ranas verdes? Los debían haber
colocado alrededor del estanque y el director, en una hoja, en el centro.

Llegó Lorenzo y los saludó al pasar para ir a vestirse. Al verlo, Laura volvió a
pensar en el accidente. Quería contárselo a él. Si Lorenzo estaba de acuerdo con
los demás entonces tendrían razón. Y le siguió al pasillo.

-¡Lorenzo!

-¡Hola!

Estaba en la mitad de la escalera, pero cuando se volvió y vió a Laura, infló
los carrillos y revolvió los ojos.

-¡Palabra de honor, Laura! Estás enloquecedora. ¡Qué sombrero más elegante!

Laura dijo a media voz:

-¿Te parece?... -le sonrió, y no le contó nada.

Poco después empezó a llegar la gente a montones. La banda rompió a tocar; los
sirvientes agregados corrían de la casa a la marquesina. Dondequiera que uno
miraba se veían parejas paseándose, inclinándose sobre las flores, saludando,
caminando por el césped. Parecían brillantes pájaros que se habían posado en el
jardín de los Sheridan por una tarde en su vuelo ¿a dónde? ¡Ah, qué felicidad es
estar con personas alegres, estrechar manos, oprimir mejillas, sonreírse en los
ojos!

-¡Laura, querida, qué bien estás!

-¡Qué bien te va ese sombrero, criatura!

-Pareces una española. Nunca te he visto más admirable.

Y Laura, radiante, preguntaba con dulzura: "¿Le han servido té? ¿No quiere un
helado? Los helados de fruta son especiales". Corrió adonde estaba su padre y
suplicó: "Papaíto querido, ¿se le sirve algo de beber a la banda?"

Y la tarde perfecta culminó lentamente, se desvaneció lentamente, cerró sus
pétalos lentamente.

"Nunca hubo fiesta más deliciosa..." "Un gran éxito..." "La más grande..."

Laura ayudó a su madre en las despedidas. Estuvieron una al lado de la otra
hasta que todo se acabó.

-Se acabó, se acabó, gracias al cielo -dijo la señora Sheridan-. Llama a los
demás. Tomaremos café. Estoy deshecha. Sí, un gran éxito. Pero, ¡ah, estas
fiestas, estas fiestas! ¿Por qué insistís, hijitas, en dar fiestas?

Tomaron asiento en la marquesina abandonada.

-Toma un sandwich, papaíto. Yo escribí el nombre.

-Gracias.

El señor Sheridan se lo comió de un bocado. Tomó otro.

-¿Supongo que no habréis sabido nada del horrible accidente de hoy? -dijo.

-Querido -dijo la señora Sheridan, levantando una mano- ya lo sabíamos. Casi nos
estropea la fiesta. Laura quería suspenderla.

-¡Oh, mamá! -Laura no quería que la fastidiaran con eso.

-¡ Ah, sí, horroroso! -dijo la señora Sheridan-, El hombre estaba casado, vivía
en la callejuela de abajo, y deja, según dicen, una mujer y media docena de
chiquilines.

Se sucedió un silencio embarazoso. La señora no sabía qué hacer con la taza. Era
una falta de tino por parte de papá...

De pronto levantó los ojos. Estaba la mesa llena de sandwiches y pastas y
pastelitos que tendrían que tirarse. Tuvo, entonces, una de sus grandes ideas.

-Ya sé -dijo-. Vamos a preparar una canasta. Vamos a mandarle a esa pobre un
poco de estas cosas tan ricas. A lo menos, será una fiesta para los chicos. ¿No
les parece? Y además, se alegrará de tener vecinos que la visiten. ¡ Qué suerte
que estén listos! ¡Laura!

Se levantó de un salto.

-Trae la canasta grande de la alacena que está en la escalera.

-Pero mamá, ¿crees de veras que es una buena idea? -dijo Laura.

Y otra vez ¡qué raro le parecía sentir distinto a los demás! Llevar sobras de la
fiesta. ¿Le gustaría eso a la pobre mujer?

-Claro, ¿qué te pasa hoy? Hace una hora o dos insistías en mostrar simpatía, y
ahora...

-¡ Oh, bueno!

Laura corrió con la canasta. La llenaron; la señora Sheridan la dejó colmada.

-Llévala tú misma, queridita; corre, así como estás. No, espera, lleva unos
lirios. A esa gente le gustan los lirios.

-Los tallos van a estropearte el traje -dijo la práctica Jose.

-Es cierto, muy a tiempo. Entonces sólo la canasta. Pero Laura -la madre la
siguió hasta afuera de la marquesina-, de ningún modo...

-¿Qué, mamá?

No, mejor no poner tales ideas en la cabeza de la criatura.

-Nada, vete pronto.

Empezaba a oscurecer cuando Laura cerró el portón. Un perro grande corría como
un fantasma. El camino blanco brillaba y las casitas estaban allá abajo en
profunda oscuridad. ¡Qué tranquilo parecía todo después de la tarde! Iba cuesta
abajo hacia un sitio donde yacía un muerto, y no podía creérselo. ¿Cómo iba a
poder? Se detuvo un minuto. Le parecía que llevaba dentro besos, voces, tintineo
de cucharillas, risas, el olor del césped aplastado. No podía pensar en otra
cosa. ¡Qué raro! Miró el cielo pálido y lo único que se le ocurrió fué: "Sí, ha
sido todo un éxito la fiesta".

Llegó a un cruce del camino donde empezaba la callejuela, oscura y llena de
humo. Mujeres con chales y hombres de gorra transitaban por allí, Sobre las
empalizadas había otros hombres asomados; los chicos jugaban en las puertas de
calle. Un débil susurro se oía en las casitas miserables. En algunas se veía
fluctuar tina luz y alguna sombra moverse como fantoches, tras las ventanas.
Laura inclinó la cabeza y apresuró el paso.

Hubiera debido ponerse un abrigo. ¡Qué llamativo era su traje! Y el gran
sombrero con las cintas colgando -¡si a lo menos llevara otro sombrero! ¿La
estarían mirando? Seguramente. Era un error haber venido; ella sabía que era un
error. ¿No sería mejor volver?

No, demasiado tarde. Aquí estaba la casa. Debía ser ésa. Delante había un grupo
oscuro de gente. Al lado de la puerta una vieja con una muleta estaba sentada,
mirando. Descansaba los pies sobre un diario. Al acercarse Laura, cesaron las
voces. Se abrió el grupo. Era como si la esperasen, como si supieran que iba
hacia allí.

Laura estaba nerviosísima. Echando la cinta de terciopelo sobre el hombro
preguntó a una de las mujeres ahí paradas:

-¿Es aquí la casa de la señora Scott?

Y la mujer, sonriendo de un modo raro:

-Aquí es, señorita.

¡Oh, salir de esto! Repetía: "Ayúdame, Dios mío", mientras subía la estrecha
vereda y llamaba. No poder estar lejos de esas miradas o cubierta con alguno de
esos chales. Dejaré la cesta y me marcharé. No voy a esperar que la desocupen.

Se abrió la puerta. Una mujercita de luto apareció en la sombra.

Laura preguntó: "¿Es usted la señora Scott?" Pero con gran horror suyo, la mujer
no contestó: "Entre por favor, señorita", y se encontró encerrada en el pasillo.

-No, no necesito entrar; sólo quería dejar esta cesta. La manda mamá...

La mujer en el pasillo oscuro, no pareció oírla. "Por acá, si gusta, señorita",
dijo con voz aceitosa; y Laura la siguió.

-¡Hum! -dijo la mujercita-. ¡ Hum!... es una señorita. -Se volvió hacia Laura.
Dijo humildemente: "Soy la hermana. Discúlpela, señorita".

-¡Oh, por supuesto! -dijo Laura-. Por favor, por favor no la moleste. Yo... yo
sólo quería dejar...

Pero en ese momento la mujer que estaba junto al fuego se volvió. Su cara
inflada, colorada, con ojos y labios hinchados, era horrible. Parecía no
comprender por qué Laura estaba ahí. ¿Qué significaba? ¿Por qué esta desconocida
estaba en la cocina con una canasta? ¿Qué quería decir eso? Y el pobre rostro se
frunció de nuevo.

-Está bien, querida -dijo la otra-. Yo atenderé a la señorita. -Y comenzó otra
vez-: Discúlpela, señorita -y su cara, hinchada también, ensayó una untuosa
sonrisa.

Laura no pensaba más que en irse, en irse. Volvió al pasillo. Se abrió la
puerta. Entró en el dormitorio donde yacía el muerto.

-¿No quiere verlo? -dijo la hermana de Em, y empujó a Laura hacia la cama-. No
tenga miedo, señorita -y su voz era cariñosa, confidencial, y tiernamente bajó
la sábana-, parece un cuadro. No hay mucho que ver. Venga, querida.

Laura la siguió.

Ahí estaba un joven dormido -tan profundamente dormido- lejos, muy lejos de las
dos. ¡Oh, tan remoto, tan lleno de paz! Estaba soñando. No se despertaría jamás.
Tenía la cabeza hundida en la almohada; los ojos cerrados, estaban ciegos bajo
los párpados cerrados. Estaba absorto en su sueño. ¿Qué le importaban los las
fiestas en los jardines, los cestos y los encajes? Ya estaba lejos de esas
cosas. Era asombroso, bellísimo. Mientras ellos reían y la banda tocaba, había
sucedido ese milagro en la callejuela. Feliz... feliz... "Todo está bien", decía
el rostro dormido. "Es lo que debe ser. Estoy contento".

Pero, con todo, hacía llorar, y no pudo dejar el cuarto sin decirle algo. Laura
sollozó como una niña. "Perdona mi sombrero", le dijo.

Y no esperó esta vez a la hermana de Em. Encontró el camino para salir. Pasó por
entre el grupo oscuro de gente, vereda abajo. Al doblar la callejuela encontró a
Lorenzo.

Surgió de la sombra.

-¿Eres tú, Laura?

-Sí.

-Mamá estaba inquieta. ¿Todo fue bien?

-¡Sí, Lorenzo! -Tomó su brazo, se apretó contra él.

-¿Pero, no estás llorando, verdad? -le preguntó el hermano.

Laura movió la cabeza. Estaba llorando.

Lorenzo le pasó un brazo alrededor del cuello.

-No llores -dijo con su voz afectuosa y cálida-. ¿Era horrible?

-No -sollozó Laura-. Era maravilloso.

Se detuvo, miró a su hermano.

-Pero eso no es la vida -tartamudeó-, no es la vida.

No podía explicar qué era la vida. No importaba. Él le comprendió.

-¿No es qué, queridita? -dijo Lorenzo.



Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)

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