“Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven —digamos, a los catorce—. Una desilusión temprana, crítica es necesaria para que a los quince puedas escribir largas oraciones en forma de haiku sobre el deseo que no se realiza. Es un estanque, pimpollo de cerezo, viento que golpea contra alas de gorrión se va hacia montañas. Cuenta las silabas. Muéstraselo a tu mamá. es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un esposo que tal vez tiene una amante. Cree en usar marrón porque eso no deja ver las manchas. Mirará con rapidez lo que escribiste, después te mirará a ti de nuevo con la cara vacía como un donut. Dirá:
¿Qué te parece si vacías el lavaplatos?
Desvía la vista. Empuja los tenedores dentro del cajón, accidentalmente rompe uno de los vasos que dan gratis en las estaciones de servicio. Esto es el dolor y el sufrimiento que se requieren. Esto es sólo para empezar.”
Tu compañera de cuarto te mira, la cara vacía como un gran pañuelo de papel. Viene hasta ti como un varón amigo de otro, y te pasa un brazo sobre los hombres apesadumbrados.
-Escucha, Francie –dice, lentamente como se habla en las terapias-. Salgamos a tomarnos una cerveza.
El seminario no aprecia esto tampoco. Sospechas que todos ellos están empezando a sentir lástima por ti. Dicen:
-Tienes que pensar en lo que está pasando. ¿Dónde está la historia?
En el semestre siguiente, el profesor está obsesionado con escribir a partir de experiencias personales. Tienes que escribir a partir de lo que sabes, a partir de lo que te ha pasado. Quiere muertes, quiere viajes en carpa. Piensa en lo que te ha pasado. En tres años, hubo por lo menos tres cosas: perdiste tu virginidad; tus padres se divorciaron; y tu hermano vino a casa desde una selva a quince kilómetros de la frontera de Camboya con sólo medio muslo, una mueca permanente anidada en un costado de la boca.
Sobre lo primero, escribes: “Creó un espacio nuevo, que dolía y gritaba en una voz que no era la mía. No soy la misma desde entonces, pero voy a estar bien”.
Sobre lo segundo, escribes una historia elaborada sobre una vieja pareja de casados que se tropiezan con una mina antipersonal en la cocina y accidentalmente se vuelan en pedazos. Le pones como título: “Hasta que la mortadela nos separe”. Sobre lo último, no escribes nada. No hay palabras para eso. Tu máquina de escribir tararea. No encuentras palabras.
En las fiestas con cócteles de los estudiantes, la gente dice:
-Ah, ¿escribes? ¿Y sobre qué escribes?
Tu compañera de cuarto, que tomó demasiado vino, comió demasiado queso, y ninguna galletita, estalla:
-Ay, mi dios, siempre escribe sobre su estúpido novio.
Más tarde, en la vida, vas a aprender que los escritores son simplemente textos abiertos, indefensos, sin una comprensión real de lo que escribieron y por lo tanto tienen que creer a medias cualquier cosa que se diga de ellos, todo lo que se diga de ellos. Sin embargo, tú todavía no has llegado a esa etapa de la crítica literaria. Te pones tiesa y dices:
-No es cierto –como lo decías cuando alguien en cuarto grado te acusaba de que en realidad te gustaban las clases de oboe y en realidad tus padres no te estaban obligando a tomarlas.
Insiste en que no estás muy interesada en ningún tema en particular, en que estás interesada en la música del lenguaje, en que estás interesada en… en… las sílabas, porque son los átomos de la poesía, las células de la mente, el aliento del alma. Empieza a sentirte mareada. Mira fijo tu copa de plástico con vino.
-¿Sílabas? –vas a oír que dice alguien, la voz arrastrada y cada vez más lejana mientras se alejan hacia el blanco tranquilizador del bol de salsa.
Empieza a preguntarse sobre qué escribes. O si tienes algo que decir. O si existe eso que llaman algo que decir. Limita esos pensamientos a no más de diez minutos por día, como sesiones, pueden hacerte pensar. Vas a leer algo en alguna parte, que toda escritura tiene que ver con los genitales del que escribe. No te dediques a pensarlo. Te pondrá nerviosa.
Tu madre va a venir a visitarte. Va a mirar las orejas y te va a dar un libro marrón con un maletín marrón en la tapa. Se llama: Cómo ser una ejecutiva de negocios. También te compró la enciclopedia de Nombres de bebés que le pediste; uno de tus personajes, un maestro envejecido de la escuela de payasos, necesita un nuevo nombre. Tu madre va a menear la cabeza y decir:
-Francie, Francie, ¿recuerdas cuando ibas a ser especialista en psicología infantil?
Di:
-Mamá, me gusta escribir.
Ella va a decir:
-Claro que te gusta escribir. Claro. Claro que te gusta escribir.
Escribe una historia sobre un estudiante de música confundido y ponle como título: “Schubert fue el de los anteojos, ¿verdad?”. No es un gran éxito aunque a tu compañera de cuarto le gusta la parte en que dos violinistas accidentalmente se vuelan en pedazos en una habitación preparada para un recital.
-Salí con un violinista una vez –dice, y hace estallar su pelota de chicle.
Gracias a dios estás haciendo otros cursos. Encuentras un santuario en los problemas complejos de la ontología del siglo XIX y los rituales de cortejo de los invertebrados. Ciertos moluscos globulares tienen lo que se llama “Sexo por el brazo”. El pulpo macho, por ejemplo, pierde el extremo de un brazo cuando lo pone dentro del cuerpo de la hembra durante el acto sexual. Los biólogos marinos lo llaman “Séptimo Cielo”. Siéntete feliz de saber esas cosas. Siéntete feliz de no ser solamente una escritora. Inscríbete en la facultad de derecho.
De ahí, pueden pasar muchas cosas. Pero la principal será: decides no ir a la facultad de derecho después de todo y en lugar de eso, te pasas una parte grande, importante de tu vida adulta contándole a la gente cómo decidiste no ir a la facultad de derecho después de todo. De alguna forma, terminas escribiendo otra vez. Tal vez te recibas. Tal vez trabajas en lo que puedes y haces cursos de escritura de noche. Tal vez estás trabajando en una novela y tomando nota de todas las afirmaciones inteligentes y las confesiones íntimas que oyes durante el día. Tal vez estás perdiendo a tus amigos, tus conocidos, tu equilibrio.
Rompiste con tu novio. Ahora sales con hombres que, en lugar de susurrar: “Te amo”, gritan: “Házmelo, nena”. Eso es bueno para tu escritura.
Tarde o temprano tienes un manuscrito terminado, más o menos. La gente lo mira con los ojos vagamente preocupados y dice:
-Apuesto a que ser escritora fue siempre una de tus fantasías, ¿no?
Se te secan los labios, se te convierten en sal. Di que de todas las fantasías posibles en el mundo, no puedes imaginarte que ser escritor pueda siquiera llegar a estar entre las primeras veinte. Diles que vas a ser especialista en psicología infantil.
-Apuesto –suspiran ellos, siempre-, apuesto a que serías excelente con los chicos.
Búrlate de ellos con ferocidad. Diles que eres una hoja de cuchillo que camina.
Deja de ir a clase. Deja de trabajar. Cobra viejos bonos de ahorros. Ahora tienes tiempo como verrugas en las manos. Lentamente, copia todas las direcciones de tus amigos en una nueva libreta de direcciones.
Aspira. Mastica caramelos para la tos. Lleva una carpeta llena de fragmentos.
Un párpado que se oscurece hacia un costado.
El mundo como conspiración.
¿Argumento posible? Una mujer se sube a un autobús.
Supón que tiras un amorío y nadie viene.
En casa, toma mucho café. En Howard Jonson’s, pide ensalada de repollo. Piensa la forma en que la ensalada parece un mapa convertido en papel picado: dónde estuviste, adónde vas, “Usted está aquí”, dice la estrella roja en la parte de atrás del menú.
De vez en cuando, sal con una cara blanca como una hoja de papel que te pregunta si los escritores se desaniman. Di que a veces lo hacen y a veces, no. Di que se parece mucho a tener la polio.
-Interesante –sonríe tu cita y después se mira los pelos del brazo y empieza a alisarlos, todos, siempre, en la misma dirección"
Fragmento extraído de "Autoayuda" Cuentos
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