domingo, 2 de marzo de 2008

Alicia Kozameh, Pasos bajo el agua


Capítulo 7

CARTA A AUBERVILLIERS

A Juliana, que es Estela.
Santa Bárbara, 20 de enero de 1984


¿Qué efecto te causará ese tipo de sismos, o como quieras llamarles, tardíos? (¡Nunca es tan tarde, querida!); porque son como alfileres ubicados en puntos estratégicos del cerebro. Quiero decir, las catarsis nunca vienen solas: el Paraná baja desde el Matto Grosso y arrastra muy variados especímenes. Los camalotes, Juliana, y las pirañas. De los camalotes estoy segura. Y me pregunto por qué las pirañas no llegan hasta Rosario.

Estamos avanzando, raudas, sobre los primeros días del año 1984. Y también veloces. Otros son capaces de desligarse de la acumulación y de los años. A mí se me dio por incursionar en hechos siempre dispuestos a permanecer. No es casual. No creas en las casualidades. Estoy tratando de ubicarme en el punto de fuga de todas las visiones posibles, para arrancar con un cuento en el que el eje sea el traslado del sótano de Rosario a Villa Devoto. Así me dé vuelta como un guante en el trance de vencerme a mí misma.

Entonces, vos entendés. Una vez te pedí que contestaras por carta mis preguntas sobre tu tortura. Las dos conocíamos hasta las inflexiones que le ponés a la voz en esos casos. Pero yo me impulsé, por mi pedido y por tus respuestas, y seguí adelante con la novela que estaba escribiendo. Ahora, mismo recurso.

Anoche no pude dormir bien: eso de que el chico nazca con alguna falla. Y esta mañana, al irme al trabajo, cuando ya habíamos salido de casa, me di cuenta de que todavía estaba adentro, buscando la puerta de calle.

Santa Bárbara es salvaje y lo disfruta. Abre las piernas y se sacude de sol y abundancia. Aquí la gente no se muere nunca. En cambio el Paraná, vos viste: nos crispa los nervios. Las víboras, todo lo que nos deposita al final de su travesía. ¿Te suena lo que viene?: El Paraná nace en Brasil de la confluencia de los ríos Paranaiba y Grande. Esta memoria que me gasto tiene que ser producto de una endovenosa aplicada por la vieja de Geografía. De otro modo no se explica.

Del sótano a Villa Devoto. Imposible recordar la totalidad. Sí ciertas angustias: Blanca siempre tuvo una sombra de bigotes más pronunciada de lo recomendable. Ese día se le había ennegrecido, le cortaba la cara en dos. Iba esposada a Tania, Tania tan alta y ella tan petisa, con sus bigotes y su muda en un bolso azul, hecho de un pantalón vaquero por un par de esas manos casi mágicas que ya empezábamos a tener. Contame un poco de París, ¿no?, ¿o no vivís allí?, ¿o estás encerrada en el baño de tu departamento?, ¿o en la cocina? Ojalá se trate del dormitorio.

Tu calle debe ser como una de Posadas. Empedrada, entre piedra y piedra alguna planta asomándose, sobre alguna hoja una hormiga en plena cabalgata pro—víveres. Así se me ocurre una calle de Posadas; además de estar salpicada con los golpes que el Paraná da cuando se enloquece. A las otras calles de París deben salpicarlas llantos de pájaros, cervezas rotas, lluvias incestuosas y enredadas. Y también un poco del Paraná, estoy segura. Colaborá conmigo y confirmámelo. Gracias.

¿Vos a quién ibas esposada? No recuerdo haber visto a nadie cerca tuyo en ese momento. Pero lo que no me olvido es que, llegadas a Devoto, Mercedes entró al pabellón que nos asignaron y vomitó hasta el corazón. Con eso mandó por las tuberías de las letrinas todo lo que se pareciera a un traslado de presas políticas y sus posibles implicancias. Admirable.

¡Pabellón 31! En serio. Admirable.

Dónde andará Flora; la que lavaba la ropa cuando le tocaba a cualquiera menos a ella y ocupaba la única soga del baño como si nada. Qué será de esa cara apretada que tenía. Estará eligiendo apropiados jabones en polvo o en barra en El Senegal y alrededores. Es posible que con tantos años de exilio ya haya adquirido un lavarropas automático. Depende: no sé qué grado de especialización haya logrado.

Tu madre me escribió para mi cumpleaños. Se la siente como una flor a las nueve de una mañana de verano porteño. No quiero ponerme redundante, pero te envidio. ¡Una madre como Adelina!

Uno vive disculpándose. Temor de ser reiterativo. Y preguntales a los milicos si les importó repetir métodos, plagiarlos, gastarlos. Es decir, no te molestes. No les preguntes nada.

Me siento como si estuviese muy concentrada en meter un dedo en algún agujero.

Aquella bandera, la que les dejamos colgada en el baño del sótano antes de que nos llevaran. No sé, nunca terminé de completar en mi cabeza un cuadro con las manos de las celadoras interrumpidas en alguna forma del asombro, suspendidas entre la bandera y sus panzas, sus tetas, sin poder decidirse a arrancarla. Tocarla: abrazar al demonio. No celeste, blanca y celeste, querida: sólo celeste y blanca. ¿Te las imaginás? Tan puras, ellas.

Abrazar al demonio. Las yemas de los dedos acercándose. Debe estar siempre caliente, por donde lo toques. Los ojos afiebrados, y esa barba en punta que debe dar muchas, pero muchas ganas de apoyarse, ¿no? Sin dudas: si se me aparece Mandinga, yo pruebo. ¡Gran siestita! Y nada de vade retros. Ahí debe haber mucho que aprender.

Meterme entre las sábanas. Las frazadas pesándome sobre el lado derecho. Sí. Me doy una ducha y sigo desde la cama.

Estaba pensando —el agua es un sacramento— que tomar una resolución, optar, es como perder un dedo de una mano en un acto voluntario y adquirir tres en la otra, así, de golpe. No te desesperes mucho. Ya sabés: precalentamiento. Acordate del futuro cuento. Estoy abriendo el primer agujero. Aunque también podría estar trabajándome algo referido a dar un salto. No es nada novedoso, ya lo sé. Mis saltos te provocan ataques hepáticos, pero son previsibles. Es magnífico optar, elegir. ¿No es como cantar Yesterday modulando despacio, con tus propios labios, cada palabra, ir dándoles forma una a una, ocupando cada músculo, los dientes, la lengua, la boca entera, recostada en una hamaca tejida desde la que la única visión sea una fuente transparente repleta de cerezas casi violetas y un avión blanco despegando?

Antes de que la celadora me asegurara con las esposas creo que a Sonia, y nos sentara de un bruto empujón en el suelo, en la plataforma sin asientos del avión, dijo, como otro golpe, un “no pueden mirar”. Levanté apenas la cabeza. Ya casi todas las compañeras estaban colocadas en hileras, sentadas a lo Buda en el suelo, engrilladas al acero del piso, las cabezas bajas y el brazo libre pesando sobre la nuca. Te juro que le saqué una foto eterna, para la posteridad a ese espectáculo.

Una formación, una escuadra paralizada en trance de retraer sus miembros en un paso íntimo de baile, en un círculo completo, para después abrirse y alargarse para siempre. No me digas que la realidad del avión estaba muy lejos de parecerse a ninguna danza. Ya lo sé. Se trata más bien de un gran mareo histórico, de una náusea universal, que de todos modos dejó sentir la dirección por la que se decidía este gran aparato digestivo que habitamos.

Los grillos y las esposas eran la galladura del huevo; eran un absoluto, una ficción. Una fiesta de potencias se movilizaba alrededor de cada ojo, de cada labio frenando el impulso de gestar sonidos.

Algunos pares de borceguíes también provocaban su propio accidente contra hombros, cabezas; entre las caras que intentaban reajustar su perspectiva captando un ángulo de la totalidad y la solidez sonora de los tacos. Yo ya estaba en el avión militar, amordazada de pies y tuétanos. Bonavena despenado: imaginate.

El día fue largo. Estuve tratando de tomarme el trabajo con un poco de nuestro filosófico "qué va a hacer", pero ya no caben más delirios por estas latitudes.

Encima de pronto fui a descubrir, y nada menos que por el zumbido, a una mosca pedante como pocas que se pasó quince minutos de su vida —de la mía— arremetiendo de cabeza contra el vidrio de la ventana. Y no me vengas con tu lógica: sí era pedante. Y no le di antes la vía libre porque me quedé ahí siguiéndole el proceso de ablandamiento, o de consagración a la causa. La hubieras visto retroceder y tomar impulso, y largarse contra la luz hasta rajar el vidrio de extremo a extremo. La casa se reserva el derecho de admisión. No se me mueve un pelo si me cuestionás la verosimilitud. ¿Suena parecido?

No salió sola, porque se ve que se mareó y no pudo completar la operación. Se apoyó en la orilla de la ventana, temblorosa, con cara de víctima: así que le abrí.

Juliana, decime: ¿te acordás de un vestido blanco, de algodón, con flores negras, que nos quedaba tan bien a las dos, y que mi vieja me cosió poco después de salir en libertad? Anoche, caminando por State, vi uno muy parecido en una vidriera. Me produjo un solo efecto: ganas de azotar el aire con un par de gritos más o menos siniestros.

Y es tan sucio por épocas en la zona de Rosario, digo el río —o tan limpio: la próxima tarea será establecer los límites—, que tienta a sumergirse, a bucear, porque ya sabemos todo lo que puede haber enredado entre el planterío y el barro. ¿Vos qué te imaginás? Algunos son tesoros incanjeables: yo apuesto por un humilde simple de Jimmy Hendrix, el Antidhuring y un buen diccionario de sinónimos. Buen, porque más bueno, más inútil. Más rápido te lo sacás de encima.

Teníamos que estar listas en veinte minutos con una muda de ropa. De dónde íbamos a sacar mesura para demorarnos esa eternidad. En la mitad del tiempo ya esperábamos, unidas por una corriente eléctrica muy física que nos mantenía activos garganta y estómago. Pero lo que me angustia, ¿sabés qué es?: la posibilidad de que ninguna entendiera en ese momento la esencia del problema. Pero no, tampoco estoy en lo cierto; porque entonces, si no captábamos la cosa medular, decime qué fue lo que nos hizo despedirnos como si fuésemos a morir. Nos clavábamos unas miradas blancas, tiza compacta, firme contra las frentes, nos estudiábamos la lividez, las arrugas, las canas recientes, nos corregíamos los defectos de peinado o nos arrancábamos unas a otras hilachas, pelusas.

Algunos recuerdos están amputados. Pero no me cuesta nada provocarme un efecto de neuronas. Reponer imágenes, y las sensaciones vuelven intactas.

Recibí carta de Virginia. Todo el asunto se mueve alrededor de una moto que se compró su nuevo compañero; es increíble, pero no resulta tediosa. Por ahí se las ingenia para ponerlo en ridículo al tal Gustavo. Se ve que hay algo de él con casco que se hace incompatible con ciertas ansiedades de ella. No hubo forma de desviarla del tema. Es notorio que a la vez le subyuga y le repugna: la moto, el casco, el marido, no sé.

Estuve haciendo serios esfuerzos por recordar algunos episodios. No hubo caso. Es como si se me instalara una sábana entre los ojos y el cerebro. La razón de la desmemoria está ahí: en los colores, las formas, la mayor o menor nitidez, los ritmos. La capacidad letal de los acontecimientos.

Por ejemplo la bajada del avión. Sé que aterrizamos en Aeroparque porque alguien lo dijo después, no sé cuándo. Pero no puedo, no puedo conseguir esa parte de la película. Salto del pleno vuelo a los camiones celulares que nos transportaron a Villa Devoto. Se me borró el aterrizaje, se me borró lo que siguió hasta empezar a circular por el inconfundible vapor de Buenos Aires. Siento la asfixia todavía, los chorros que me brotaban de la espalda, siento la deshidratación como si ahora me estuvieran obligando a tragar una sandía entera. Con esa intensidad. Veo gris y veo verde, tengo pegados el verde y el gris.

Pero hay fuertes huecos irrecuperables.

Che, es tarde. Voy a ver si me duermo. Me arden los ojos: se me rompió una patilla de los lentes. Causa, le regalé a David en México el único y buen estuche que tenía. Annie me regaló uno mejor, pero el período intermedio fue fatal. Así que corto. Contestá enseguida. El tiempo pasa raudo. Y también veloz. (¿Ya te lo dije?)

El ser humano que gana espacio en mis interiores da gruesos saltos en su esfuerzo por ser amistoso. Paciencia: la lucha contra el cáncer, el desplazamiento de la historia respecto de la línea de los deseos, los desfiles militares, la sombra que proyecta el edificio de enfrente sobre tu casa, moderan el espíritu.

Chau. Besos a los conocidos o queridos en común. A vos mi amor, como siempre.

Sara.

P.D. Esa foto que me mandaste de tu hija con una gallina en brazos es tan estúpida que me resultó ineludible su inclusión entre las demás, tan lindas todas. Besos.

Sobre la autora

Alicia Kozameh nació en Argentina, en la ciudad de Rosario, en marzo de 1953. Comenzó a escribir desde muy temprana edad. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Rosario y en la Universidad de Buenos Aires. Desde setiembre de 1975 hasta diciembre de 1978 fue prisionera política de la dictadura militar en Argentina. Testimonios de esa experiencia son evidentes en algunas de sus obras. En 1980, por las persecuciones y la insistente represión, se exilió en California, y luego en México. Durante ese período escribió la novela El séptimo sueño. De regreso del exilio, editorial Contrapunto publicó en Buenos Aires, en 1987, Pasos bajo el agua. Durante su estadía en Buenos Aires escribió el guión cinematográfico basado en la novela. Al capítulo "Carta a Aubervilliers" de este libro le fue otorgado el premio "Crisis" en 1986. Reside desde 1988 en Los Ángeles, donde terminó la novela Patas de avestruz. Fue fundadora y directora de la revista literaria Monóculo. Ha publicado numerosos cuentos y artículos en diversos medios de Argentina, América y Europa. Sus obras fueron traducidas al inglés y al alemán.

1 comentario:

melina dijo...

Hola me llamo melina. Estoy en el ultimo año de la secundaria y tengo que hacer una monografía con un escritor argentino.Investigue sobre Alicia y me gusto mucho el tema que trata en este libro(pasos bajo el agua) y "patas de avestruz". Me preguntaba si sabes en donde puedo conseguir esos libros, ya que en las librerías de mi barrio no los encuentro. mi mail es meli_cai@hotmail.com si podes contestarme te lo agradeseria