El espejo le devolvió la imagen de su cuerpo a la luz
de la luna. Comprobó que así se veía joven y los cuencos negros que las sombras
formaban de sus ojos ahondaban el misterio de esa mujer desnuda que se miraba.
La noche, acompañada por una brisa con olor a azahares y completamente
desinhibida, le mostraba todos sus secretos, menos la mirada.
Allí
estuvieron los miedos, reflexionó: y allá siguen estando, escondiéndose como
siempre, alertas para saltar y devorarse las oportunidades.
En la penumbra de la habitación se distinguían plantas
y más plantas de interior, muchos libros desparramados sobre la mesa de madera
de cedro y dos sillones. Desde el otro cuarto, Beethoven volvía a componer la Novena Sinfonía, esta vez más
grave, como si siguiera un sendero que se internaba en las profundidades de un
abismo. Se tocó los párpados tratando de levantarlos más, pero la física de la
tercera dimensión no se lo permitió: el espacio tenía sus límites más precisos
de lo que la noche anunciaba.
Quiso explorarse, verse, pero no prendió la luz. Se
acercó al espejo y empezó por los pies. Firmes bajo las dos piernas igualmente
firmes. Las caderas redondas con el bulto de su vientre; pechos grandes, un
poco caídos pero todavía bellos; el cuello largo. Y la mancha del rostro.
Adivinó bolsas pequeñas a ambos costados del mentón y el abanico de arrugas
desplegadas apenas alrededor de los ojos.
Siempre que le temía a algo, recurría a sus manos. La
mujer era pequeña y para defenderse había confiado siempre en sus uñas y en sus
palabras. Pensó que no se oía bien eso de defenderse con uñas y palabras; más
bien, la hacía sentir cobarde, hasta traicionera. Pero ¿qué oponer a la
agresión sino sus dos armas más efectivas? Probó a hablar y mirar sus labios en
el congelado vidrio y se llevó las manos hasta la boca. Se sintió fuerte.
Indudablemente, allí estaba su fuerza.
Pero
¿la vida se resume en miedos y defensa? Es lo mismo que oscilar entre la
memoria y los sueños. Se pierde la actualidad, lo que soy realmente, otros
sentimientos que condimentan las situaciones. Recuerdo cuando se incendió el
departamento del tercer piso y yo lo único que quería era rescatar mi notebook
con los cuentos de mi último libro; o el terremoto del ochenta y cinco, que
pensaba en ese manojo de dólares que junté en el fondo del cajón. ¿Y la tarde
en que entraron ladrones en el banco de la planta baja y sonaron los tiros?
Tantos
miedos y, poco a poco, el tiempo nos da la madurez para enfrentarlos con más
calma. Hasta cuando Adela amenazó con tirarse desde la terraza y los bomberos y
la policía despertaron la siesta con sirenas, ruido de escaleras y gritos… Y
cuando volví del cementerio, sin mi madre, con las manos en los bolsillos para
que nadie viera cómo temblaban. ¡Cuántos miedos después de haber superado las
pesadillas infantiles! Como si la vida misma se convirtiera en un mal sueño.
Ahora
me miro al espejo y entiendo que fueron espejos de colores turbios, confusos,
que la vida me fue dando para comprar mi libertad. Porque por ellos admití
mentiras muy dolorosas, muy tristes, miserables. Vivir con un hombre que ya no
amaba, amar a un hombre casado, mantener un trabajo inútil, invertir mi tiempo
y mi esfuerzo en convencionalismos vacíos. ¿Cómo no pensé en mirarme al espejo
entonces? Me hubiera encontrado hermosamente humana y no un despojo de leyes y
religiones. Un espíritu dentro de un cuerpo se habría escapado de las cuencas
de los ojos aunque no se viera la mirada. Me hubiera atrevido a ser. Pero
estaba ciega o no quería verme.
Tal
vez, ha llegado la hora de verme, de verme en serio, de ir más hondo de lo que
se ve o de lo que se cree ver. Quiero encontrar el sentido de lo hecho. Quiero
saber por qué después de mi divorció acepté solamente relaciones desiguales,
situaciones donde la asimetría inclinaba la balanza en mi contra. ¿Qué culpa
estaba pagando que me negué el derecho a tener un lugar a la altura de los demás? Tal vez mi
educación católica tradicional, casarme con un judío, buscar un dios, comparar
religiones y filosofías solamente fue transitar el camino de encontrarme a mí
misma. Nunca temí transgredir si yo estaba convencida; jamás tuve el valor de
oponerme a la violencia física, pero siempre fue una invitación aceptada
enfrentarme a las normas que consideré vacías.
He
pagado caro mis incursiones desobedientes: muy caro. Pero al estar pagadas, ya
no le debo nada a nadie. He ganado la libertad. ¡Que los demás se queden con
sus normas! Cada uno busca su verdad y, a veces, la verdad personal tiene más
que ver con los miedos, con los otros, que con nosotros mismos. Solo que el día
de nuestra muerte, quien estará en el féretro seremos nosotros y no los demás.
Estoy
en paz. Me conozco. Sigo buscando a Dios. Acepto las diferencias y las personas
que las viven. Defiendo mi libertad. Vivo.
Vinieron
los conquistadores y me dieron espejos de colores. Al principio me
encandilaron; pero ahora preservo mi oro.
BEATRIZ BAUDIZZONE.
Mendocina, licenciada en Comunicación Social ha trabajado en medios de Mendoza.
Fue presidenta de SADE Mendoza, Secretaria de Cultura del Círculo de
Periodistas y actualmente es miembro de la Academia de Ciencias Sociales de Mendoza. Ha
publicado La voz de oro (poesía) y va
por la segunda edición de La memoria y
otros miedos (cuentos de género).
2 comentarios:
me ha gustado mucho el relato
me ha gustado mucho el comentario
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